Aprender a poner límites.

Los padres y educadores deben formarse para llevar a cabo la difícil tarea de poner límites. Hacer que tomen conciencia de los errores más frecuentes en sus actuaciones ante los hijos y alumnos es el primer paso para establecer una serie de reglas y orientaciones que les hagan sentir seguros a la hora de enseñar a controlar determinados comportamientos antisociales.

¿POR QUÉ ES TAN DIFÍCIL PONER LÍMITES?

Actualmente, los padres tienen miedo a imponer prohibiciones y castigos o a demostrar excesiva fuerza. No desean (por suerte) dominar a sus hijos; la educación autoritaria les aterroriza, por las traumáticas huellas que dicha educación dejó en muchos de ellos. Por ello, son más tolerantes, más liberales y más amistosos que los padres de antaño. Pero a la vez les cuesta desarrollar un concepto de educación propio, más acorde con otros modelos socio-familiares democráticos y participativos, que mantengan una posición equilibrada entre el dar y el exigir. En nuestra sociedad existe un intenso debate acerca de la permisividad y la imposición de límites; hay una conciencia generalizada de que este tema se nos ha escapado de las manos y parece tocar fondo; no obstante, intentaré recoger diferentes planteamientos y puntos de vista que ayuden a centrar y aproximar diferentes posturas. El polémico pediatra francés Naouri (2005:1) es un destacado autor en el análisis del modelo educativo y las relaciones familiares; para este autor el niño se ha convertido en un «tirano doméstico», porque todo lo que los padres hacen desde su nacimiento es para darle placer, por lo que defiende la frustración como «motor de la educación, para enseñarle lo que es la vida». La inadecuada relación entre estos dos modelos está fomentando niños irresponsables e infelices, egoístas y con poca capacidad para dialogar. Naouri (2005) aboga por la importancia que tiene la relación democrática en la pareja, ya que este modelo de coexistencia crea «padres y madres de calidad». Sostiene que trasladar este modelo a la relación con los hijos supone desconocer las necesidades de los niños, ya que estos necesitan ser dirigidos mediante reglas. Desde la educación se debería evitar que estos niños se muevan por impulsos y se les enseñe a vivir según reglas democráticas. Para Naouri (2005), los padres tratan de seducir a los hijos para que les amen y por ese deseo se crean los niños tiranos, que hacen imposibles las relaciones familiares. Sólo a través de la exigencia y disciplina se conseguirá concienciar al niño en la necesidad de sufrir o esforzarse ante la vida. Al niño no se le puede dejar al libre albedrío de sus propios impulsos, pues, de lo contrario, se convertirá en un dictador. Cuando sea necesario los padres deben entrar en conflicto con sus hijos sabiendo decir «no» y, si es preciso, utilizando el castigo, no el físico, sino el de comportamiento, es decir, privándole de satisfacciones que le agraden (no ver la televisión, restituir lo robado, pagar lo que ha roto, etc.). En una dirección parecida, Urra (2005:1) sostiene que «Los padres deben tener una igualdad de roles entre ellos, dejar de ser amigos de sus hijos y empezar a tomar decisiones e inculcarles valores morales». Partiendo de nuestra realidad social, clasifica a los padres en tres grupos: «Padres encantadores, padres permisivos que dejan hacer a sus hijos lo que quieran y padres desaparecidos que no se atreven a educar». Ante la falta de coherencia y la asunción de los mismos roles de los padres, los niños se dan perfecta cuenta del grado de inseguridad de sus progenitores, de lo desamparados y vulnerables que son. Así, se produce un cuestionamiento continuado de reglas y límites. ¿A qué obedece esta inseguridad en la educación, esta falta de autoridad y esta incapacidad de hacer valer la propia opinión? ¿Por qué nunca sucede lo que desean los padres?

ALGUNAS CAUSAS DE LA INSEGURIDAD, INCAPACIDAD Y POCA AUTORIDAD DE LOS PADRES

Donde surgen con más virulencia los fallos de exceso de complacencia de la etapa infantil es en la pubertad; de ahí que he elegido seis modelos de comportamiento que pueden ilustrar, en diferentes niveles, las consecuencias que en la vida real puede desencadenar una educación demasiado permisiva. Recogemos a continuación los seis modelos más habituales del comportamiento de los padres frente a sus hijos que Nitsch y Schelling (1998) describen haciendo hincapié en sus causas y en sus consecuencias.

I. Los padres no saben decir «no» por miedo a parecer autoritarios. Pero tampoco hacen lo posible por mantenerse firmes, sino que ceden en contra de su voluntad. Estos padres tampoco quieren, de ningún modo, ser tildados de sabihondos o defensores intolerantes de las reglas establecidas; lo relajado y amistoso tiene para ellos más valor, en la esperanza de que sus hijos, que no tienen que sufrir presiones ni prohibiciones, se desarrollen de forma libre y espontánea. No obstante, no suele suceder así, ya que los niños y niñas no saben con seguridad a qué atenerse, les faltan referentes claros en los que confiar para dejarse orientar. Muchos pequeños se convierten en sacos de nervios insoportables que tiranizan a sus padres, sabiendo imponer su voluntad a cualquier precio; tienen tanto poder que no muestran el menor respeto por las necesidades de las demás personas, con actitudes despóticas, saturadas de dosis altísimas de intolerancia. En el fondo, lo que piden a gritos es sentir una mano firme y experimentar amabilidad y compromiso, con la esperanza inconsciente de hallar aún orientación y freno. Les resulta muy difícil identificarse con unos padres débiles. Además de todo ello, los niños cuyos padres no saben negarles nada, viven cada «no» inequívoco del futuro como un auténtico fracaso personal o, si no, como acusación y rechazo. Al carecer de modelos que les sirvan de apoyo, y con los cuales llegar a un acuerdo, se encierran en una coraza para compensar la confianza que les falta en sí mismos.

II. Los padres desean actuar de forma absolutamente diferente a sus propios padres porque cuando eran niños sufrieron el dominio de sus familias. Este segundo modelo de educación ha provocado que muchos padres tengan frecuentes sentimientos de culpa y que se dejen atemorizar fácilmente por la autoridad. No es de extrañar, pues, que deseen borrar a sus hijos todas esas experiencias y que les resulte tan difícil imponerles límites. En el fondo, estos padres no quieren sentirse tan inútiles y subestimados como ellos se sintieron en momentos de su infancia. Pero estos padres lo único que hacen es seguir reaccionando ante las exigencias negativas de su propia niñez en lugar de reflexionar y adoptar compromisos claros y definidos en lo que atañe a la educación de sus hijos. Lamentablemente, la consecuencia más frecuente en estos casos es que los abuelos son los que acaban educando a los niños. Por otro lado, exigen demasiado poco a sus hijos y demasiado a sí mismos: se muestran amables y comprensivos cuando por dentro están furiosos. Les cuesta muchísimo renunciar a las arduas exigencias hacia ellos mismos y su mala conciencia. Generalmente la presión acaba explotando y, para colmo, entran en una fase de remordimiento y se avergüenzan por perder los papeles. De hecho, siguen siendo tan inseguros como cuando eran niños. ¿Resultado? Sus hijos e hijas suelen acabar siendo unos insolentes y no tan felices y equilibrados como sus padres habían imaginado.

III. Los padres imponen a sus hijos unos límites demasiado estrechos, porque temen por ellos, porque no confían en sus capacidades. En la educación de los hijos caben dos posturas negativas: la sobreprotección y la excesiva permisividad o dejadez. Se produce lo primero cuando los padres están excesivamente preocupados porque sus hijos no caigan en los posibles peligros que puedan encontrar en su vida (Ramo, 2005). Esta actitud sobreprotectora les lleva a no dejar solos a sus hijos en los desplazamientos habituales y a resolverles los problemas que podrían resolver ellos mismos. Suelen sustituirles en casi todo. Esta forma de actuar es especialmente negativa para los hijos porque les impide aprender a valerse por sí mismos, no experimentan ni ensayan formas de afrontar problemas y se convierten en sujetos pasivos, esperando que sean los padres los que resuelvan los problemas. No ejercitan la voluntad y, por tanto, no crecen con las competencias y habilidades para madurar en su desarrollo personal y social. «El fin y el objeto de la educación dada por los padres en el hogar y en el círculo de la familia consiste en despertar y desenvolver suficientemente las energías y aptitudes generales, lo mismo que las especiales de cada uno de los miembros y órganos del hombre» (Froebel, citado por Ramo, 2005:1). A los niños de padres excesivamente protectores les suele costar ser autónomos, aceptar responsabilidades y decidir por sí mismos. Como confían poco en sus posibilidades, acaban desmoralizados, desvalidos y transforman de forma inconsciente sus debilidades en exigencias sin límite: no llegan a comprender que deben acabar solos sus deberes o bien protestan con vehemencia cuando los padres no les resuelven todos los problemas. Cuanto más miedoso e inseguro es el niño, más abnegados y solícitos acostumbran a ser los cuidados y atenciones de los padres; los sustituyen en todo. En definitiva, les niegan el derecho a equivocarse porque se lo dan todo mascado, hecho y trillado. Según este modelo de actuación, los padres no son conscientes de que están limitando a su hijo, que él no experimenta todo lo que es capaz de hacer ni sabe dónde debe esforzarse, que no está poniendo a prueba ningún límite para llegar a desarrollarse y que no se plantea ningún desafío que conduzca a los padres hasta los límites de su poder.

IV. Los padres se mantienen al margen de la educación de sus hijos porque tienen poco tiempo que dedicarles. Llevan a cabo actividades placenteras con ellos y cuando pueden les hacen grandes regalos, para acallar los remordimientos que están siempre rebrotando. No tienen una relación de adultos con sus hijos, desvían con gusto la mirada cuando aparecen conflictos o conductas desviadas, en lugar de tomar parte activa en los problemas. Consideran que la política de evadir los problemas es la mejor manera de no entrar en polémicas. Sobre todo, los padres que suelen estar fuera de casa o que no viven con los hijos por problemas de separación, principalmente, rehúyen las tareas educativas y tienen poco acceso a sus hijos; esto es muy negativo para los niños, pues les falta un referente para orientarse y carecen también de ese estado de seguridad que nace de la presencia y del roce con los padres; acaban sintiéndose desarraigados, sin hogar, y pueden llegar a convertirse en carne de cañón para caer en manos de desaprensivos y ser utilizados para fines ilícitos, dado su alto grado de vulnerabilidad.

V. Los padres no quieren prohibir nada a sus hijos, para que se conviertan en personas libres e independientes. Estos padres desean tener una relación de camaradería y de ningún modo desean decidir y dar órdenes; sucede con frecuencia que no se atreven a tomar partido y traspasan a sus hijos e hijas una responsabilidad excesiva. Estos se deben comportar como adultos en miniatura aunque, de hecho, lo que precisan es apoyo y ayuda. Cuando un niño se enfrenta a decisiones que no corresponden a su edad y que se refieren a él mismo, lo más probable es que se sienta solo y agobiado; ocurre que el niño no da abasto con la tarea encomendada por los padres o bien lo hace mal. Un ejemplo de este modelo de comportamiento lo encontramos en algunas familias de clase alta en las que los niños pasan el mayor tiempo con la criada o el personal de servicio. Lo que de verdad necesita son límites bien definidos y la dirección de los padres para llegar a la autonomía a partir de una base estable.

VI. Los padres miman de forma exagerada a su hijo hasta convertirlo en el centro de la familia; todo gira alrededor del niño. Los padres no saben negarle ningún deseo. No consiguen en absoluto poner límites a sus exigencias. Los niños que ven satisfechos todos sus deseos suelen sentirse profundamente tristes, ya que al final nunca tienen lo suficiente. Los padres que miman sin límites a sus hijos hacen que el niño se vuelva cada vez más exigente y viva cada negativa como una decepción insoportable. O bien reacciona con rabia y no deja de molestar reclamando que accedan a sus peticiones, o bien cae en un estado de depresión. Su dependencia hacia las cosas materiales no les permite aprender a aplazar la satisfacción de sus deseos ni llegar a un compromiso. Su autoestima está basada sobre todo en el hecho de tener cosas caras y sólo se sienten felices cuando se les hacen regalos y se les malcría con detalles materiales. Posiblemente, los modelos que acabamos de analizar y que basculan entre posiciones maximalistas y minimalistas podrían reconducirse desde la información temprana a los padres para aprender a interpretar las reacciones de sus hijos y tomar las medidas adecuadas ante las consecuencias decisivas en positivo o negativo que tienen, si se toman desde los primeros meses y años del niño.

¿CÓMO ESTABLECER LÍMITES?

Poniendo límites a los niños les ayudamos a aprender a autorregularse, es decir, a ponerse límites a ellos mismos. El proceso del aprendizaje de la autorregulación y el dominio de sí mismo hay que iniciarlo desde los primeros meses, brindándoles seguridad y cuidado y asegurándoles que tienen vínculos estables con otros adultos que cuidan de él. Desde los primeros momentos es necesario poner límites claros y dar explicaciones breves y sencillas. En la medida que el niño crezca es imprescindible ser coherente cuando establezca reglas o asociaciones de causa-efecto. El niño debe sentirse en todo momento guiado, apoyado, apreciado y nunca juzgado y, mucho menos, rechazado.

Orientaciones básicas

Aprender a manejar la frustración

El aprendizaje del dominio de sí mismo depende de cómo se sienta consigo mismo y de la manera de afrontar las frustraciones que surgen en la vida cotidiana. Una de las mejores formas de enseñar a manejar la frustración es brindar oportunidades para que elijan y decidan por sí mismos. Ayudarles a perseverar en sus decisiones puede ser difícil, pero para los niños es necesario aprender a experimentar las consecuencias de sus decisiones. De la misma forma, cuando los padres dan al niño una opción, deben respetar su decisión. También es preciso aclarar que no todo puede ser una opción y no todas las cosas son negociables. Control del comportamiento agresivo La agresión física (morder, golpear, empujar, arrojar, arañar, escupir…) es muy común en los primeros años. Estos episodios pueden prevenirse antes de que empiecen. La anticipación es siempre útil y alivia el estrés tanto en los adultos como en los niños pequeños. Siempre que sea posible, es muy recomendable poner a sus hijos sobre aviso de las transiciones, como el final de una actividad, la hora de salida de excursión, o la llegada o la partida de invitados. La recompensa de un comportamiento deseado ayuda a que los niños aprendan lo que se espera de ellos. Cuando un problema se repite es necesario analizar la situación para promover cambios que lleguen a la raíz del conflicto; hay que procurar establecer pocas reglas y vigilar que se cumplan, de modo que la perseverancia y la constancia presidan su modo de actuación, ya que la repetición de experiencias es necesaria para que se produzca el aprendizaje.

Tomar medidas antes de que lo haga el niño Si observa que a su hijo se le avecina un problema consigo mismo o con otros es conveniente anticiparse y tomar medidas siguiendo los siguientes pasos (1):

• Diga a su hijo específicamente lo que usted espera que haga, y ayúdelo a ir en esa dirección.

• Si es necesario, aleje al niño de la situación inmediata, pero manténgalo con usted.

• Hable sobre los sentimientos y las reglas después de que esté más calmado.

• Haga participar al niño en la decisión de cuándo es el momento de regresar a la actividad previa.

• Ayúdelo a regresar y a que sea más exitoso.

• Si repite el comportamiento, aléjelo otra vez de la situación.

Ofrecer tiempos de descanso

Cuando un niño presenta dificultades para calmarse o regular sus emociones, puede resultar eficaz ofrecerles tiempos breves de descanso, en una habitación o espacio cerrado y en presencia de un adulto para ofrecerle un tiempo de recuperación; si se hace en presencia de un adulto no se sentirá rechazado ni desencadenará una crisis de ansiedad. Ofrecer tiempo y espacio para desahogarse Las energías de los niños son extraordinarias y una de las medidas para canalizarlas es ofrecerles tiempo y espacio para que desarrollen todo su potencial energético, a través de actividades que les ayuden a expulsar su agresividad y tensión; algunas de estas actividades pueden ser: correr, saltar, llevarlos a parques infantiles, hacer natación, perseguir una pelota, tirarse por la hierba, perseguirse, etc. La riqueza de experiencias y actividades bien distribuidas en la jornada ayudan a no aburrirse, fomentan la creatividad y permiten quemar energías. Reconocer sus puntos críticos Si el adulto experimenta un aumento de enfado o tensión no es conveniente que lo disimule, sino que lo manifieste a su hijo. En esta circunstancia es importante esperar antes de tomar decisiones y, una vez superada esa fase, tomar las medidas adecuadas que no sean el resultado de su descontrol. La disciplina es enseñar al niño a comportarse. No se puede enseñar con eficacia cuando se es extremadamente emocional.

Errores frecuentes que deberían evitarse

Es absolutamente comprensible y habitual que los padres que intentan educar a sus hijos se equivoquen; lo importante es intentarlo, procurando revisar y comentar democráticamente las actuaciones. En educación lo que deja huella en el niño no es lo que se hace una vez, sino lo que se hace de manera perseverante y dentro de la coherencia. Lo importante es que, tras un período de reflexión y diálogo, los padres consideren, en cada caso, las actuaciones que pueden ser más negativas para la educación de sus hijos, y traten de ponerles remedio. Los padres suelen cometer errores cuando interaccionan con sus hijos.

A continuación, presentamos los que con más frecuencia debilitan y disminuyen la autoridad de los padres.

• La permisividad. Es imposible educar sin intervenir. El niño, cuando nace, no tiene conciencia de lo que es bueno ni de lo que es malo. Los adultos somos los que hemos de decirle lo que está bien o lo que está mal. Los niños necesitan referentes y límites para crecer seguros y felices.

• Ceder después de decir «no». Una vez que los padres han decidido actuar, la primera regla que se debe respetar es la del «no». El no es innegociable. Este suele ser el error más frecuente y el que más daño hace a los niños. Cuando los padres vayan a decir «no» a su hijo, es necesario que previamente lo piensen bien, porque desacredita desdecirse y dar marcha atrás. Los niños son muy hábiles en parodiar gestos para producir compasión o bien obtener el perdón de sus padres.

• Tratamiento del «sí». El «sí» se puede negociar. Si usted piensa que el niño puede ver la televisión esa tarde, negocie con él qué programa y cuánto rato.

• Abusar del autoritarismo. Es el polo opuesto de la permisividad. El intento de que el niño haga todo los que los padres quieren tiene como consecuencias la anulación de la iniciativa y personalidad de sus hijos. El autoritarismo sólo persigue la obediencia ciega, haciendo a los hijos sumisos y sin capacidad de autodominio.

• Falta de coherencia. En diferentes momentos hemos dicho que los niños han de tener referentes y límites estables. Las reacciones de los padres tienen que estar siempre dentro de una misma línea de coherencia ante los mismos hechos. Nuestro estado de ánimo ha de influir lo menos posible en la importancia que se da a los hechos.

• Gritar y perder el control. A veces es difícil mantener el autocontrol necesario ante determinados hechos y los padres sucumbimos más de lo que quisiéramos en mayor o menor medida. Perder el control supone un abuso de la fuerza que conlleva una humillación y un deterioro de la autoestima para el niño. Además, no olvidemos que, cuando actuamos por impulso o descontrol emocional, el niño se acostumbra a los gritos y los insultos y lo toma como una rutina más.

• Sobrepasar la barrera de los gritos. Gritar conlleva un gran peligro inherente; cuando los gritos no dan resultado, la ira del adulto puede pasar fácilmente al insulto, la humillación e incluso los malos tratos psíquicos y físicos, lo cual es muy grave. Nunca debemos llegar a este extremo. Si los padres se sienten desbordados, deben pedir ayuda: tutores, psicólogos, escuelas de padres…

• No cumplir las promesas ni las amenazas. El niño aprende muy pronto que cuanto más prometen o amenazan los padres menos cumplen lo que dicen. Cada promesa o amenaza no cumplida es un paso atrás en su autoridad. Por ello, las promesas y amenazas deber ser realistas, es decir, fáciles de aplicar y cumplir.

• No establecer puentes para negociar. No negociar nunca implica rigidez e inflexibilidad. Supone autoritarismo y abuso de poder y, por lo tanto, incomunicación. Probablemente esta manera de actuar provocará que en la adolescencia se deterioren las relaciones entre los padres y los hijos.

• No escuchar a los hijos. Es un clamor entre los padres la queja de que sus hijos no los escuchan. Y el problema es que ellos no han escuchado nunca a sus hijos, ni han establecido la interacción necesaria interesándose por sus problemas o sus ilusiones. Les han juzgado, evaluado y les han dicho lo que debían hacer, pero no les han escuchado ni han intentado mantener un diálogo con asiduidad.

• Exigir éxitos inmediatos. El éxito y la competitividad están presentes como una obsesión en bastantes padres. Muchos padres basan su competencia en el éxito académico de sus hijos sin detenerse a analizar su formación en valores éticos y morales.

Llegar a actuaciones concretas y positivas

Una vez que conocemos los errores que debemos evitar, algunas orientaciones sencillas pueden aligerar el problema, ofrecer un desarrollo equilibrado a los hijos y proporcionar paz a la familia. Estas orientaciones pueden contribuir a incrementar la habilidad de padres y educadores para que actúen en la práctica con más coherencia, objetividad y mesura.

Entre las orientaciones básicas para llegar a actuaciones concretas y positivas que ayudan a tener prestigio y autoridad positiva ante los hijos, destacaríamos las siguientes

a) Fomentar la objetividad. Las expresiones tienen diferentes significados. Los niños entienden mejor cuando nos referimos a normas bien concretas y bien definidas; por ejemplo: «Agarra mi mano por la calle».

b) Objetivos claros de lo que pretendemos cuando educamos. Estos objetivos han de ser pocos, formulados y compartidos por la pareja, de tal manera que los dos se sientan comprometidos con el fin que persiguen. Requieren tiempo para ser consensuados, incluso a veces papel y lápiz para precisarlos y no olvidarlos. Además, conviene revisarlos si se sospecha que se han olvidado o ya se han quedado desfasados por la edad del niño o las circunstancias familiares.

c) Ser claro y específico. Los límites deben ser claros, específicos, sencillos y positivos; las instrucciones generales y la información vaga o genérica desbordan al niño y nunca sabrá lo que esperamos de él. Lo que sí le será útil son las instrucciones concretas transmitidas con cariño, por ejemplo: «Después de jugar, recoge los juguetes y colócalos en el armario».

d) Actuar y huir de los discursos. Una vez que el niño tiene claro cuál ha de ser su actuación, es contraproducente invertir tiempo en discursos para convencerlo. Los sermones tienen un valor de efectividad igual a cero. Una vez que el niño ya sabe qué ha de hacer y no lo hace, actúe consecuentemente y aumentará su autoridad.

e) Los límites deben formularse de manera positiva. Se debe informar de lo que hay que hacer, y no de lo que no hay que hacer. Por ejemplo, es preferible decir «Cuando te sientes pon la espalda recta», en lugar de «No te sientes así, corvado». Nos guste o no, el mundo se rige por reglas; estas existen y si no se cumplen nos exponemos a una penalización.

Para implementar una educación razonable y exitosa, debemos tener en cuenta que las reglas:

– Deben ser concisas y razonables.

– Deben ser comunicadas claramente.

– Deben ser reforzadas periódicamente. Como hemos dicho en otros momentos, los niños necesitan y piden límites. Además, el efecto que tiene el establecimiento de unas buenas pautas de orden en una familia es evidente: se disfruta más distendidamente de buenos momentos y se evitan batallas que desgastan la relación interfamiliar.

f) Dar tiempo de aprendizaje. Una vez que hemos dado las instrucciones concretas y claras, las primeras veces que el niño las pone en práctica necesita atención y apoyo mediante ayudas verbales y físicas, si es necesario. Son maneras de actuar nuevas para él y requiere un tiempo y una práctica guiada. En opinión de Phelan (2005:1), cuando se establece una disciplina razonable, los chicos no sólo aprenden a aceptar límites, reglas y restricciones sino que «ellos mismos se las imponen y de esta manera aprenden una regla básica: aplazar la recompensa inmediata por el logro de un objetivo a más largo plazo».

g) Valorar sus intentos y esfuerzos por mejorar. Resaltar lo que hace bien y pasar por alto lo que hace mal. Pensemos que lo que le sale mal no es por fastidiarnos, sino porque está en proceso de aprendizaje. No se les debe exigir por encima de sus posibilidades. Tampoco es posible que obedezcan a la primera orden. El autocontrol requiere un entrenamiento y como tal necesita repetición y práctica. Si perseveramos conseguiremos que incorporen una regla o un límite. Al niño, como al adulto, le encanta tener éxito y que se lo reconozcan.

h) Ser firmes. Mostrarse firme pero amable es una buena manera de que nuestros hijos presten atención y sigan las instrucciones. Los límites firmes son mejor aplicados con una voz segura, sin gritos, y una seriedad en el rostro.

Para ello aconsejamos seguir estas instrucciones cuando les vamos a impartir normas:

– Sostenerle quieto por los hombros mientras se le dan las instrucciones.

– Mirarle directo a los ojos.

– Hablarle de una manera clara y con un tono firme.

– Dejar que tu rostro parezca serio mientras le hablas.

– Insistir en ser atendido y obedecido a una instrucción razonable. Debemos tener en cuenta que «no hay disciplina posible en medio de una batalla» (Phelan, 2005:1).

Tenemos que considerar que, si el enojo o estado de irritación es muy grande, se tiende a ser irracional. Y probablemente queramos ganar la batalla a toda costa, pero hiriendo al otro. Los premios y los castigos son muy efectivos para la disciplina, pero no el castigo acompañado de furia o enojo. i) Ser consistente. Los límites deben cumplirse siempre que las circunstancias sean las mismas; si las circunstancias cambian, los límites deberán ser revisados. Las rutinas y reglas importantes resultarán efectivas, aunque se esté cansado o indispuesto.

j) Incorporar a los hijos en el establecimiento de límites. Es la manera de asegurar su cooperación en el seguimiento de las normas y entrenarlo en la práctica y toma de decisiones. Hablar con los hijos de los problemas, límites y normas facilita una guía para su propio comportamiento, el autocontrol y la autodirección.

k) Reconocer los propios errores. Nadie es perfecto, los padres tampoco. El reconocimiento de un error por parte de los padres da seguridad y tranquilidad al niño y le anima a tomar decisiones, aunque se pueda equivocar, porque los errores no son fracasos, sino equivocaciones que nos dicen lo que debemos evitar. Los errores enseñan cuando hay espíritu de superación en la familia. Cuando se va a hacer alguna advertencia es conveniente siempre comenzar con un comentario acerca de algo positivo, luego dar la indicación correctiva y terminar haciendo hincapié en algún logro. Esto los estimula y los alienta a esforzarse por mejorar.

l) Confiar en nuestro hijo. La confianza es una de las palabras clave. La autoridad positiva supone que el niño tenga confianza en los padres. Es muy difícil que esto ocurra si el padre no da ejemplo de confianza en el hijo. La confianza permite que la familia evolucione y se mantenga como núcleo generador de vida. Los padres, como guías, deben tener presente que los hijos serán seguidores sólo si son su ejemplo. En hechos y en palabras, dirigir requiere, en primera instancia, saber a dónde se está llevando a uno mismo, identificar qué se desea, soñar y vivir defendiendo un proyecto personal, para tener derecho a poder influir sobre otros. Guiar implica una dedicación incesante, pero con sentido, posibilitando el ejercicio de la autoridad, entendida como control, guía, ejemplo, acompañamiento y postura abierta en el recorrido de la vida. Nuestros hijos necesitan desesperadamente referentes claros, posturas abiertas, diálogo permanente, escucha, límites identificables, pero, ante todo, que creamos en ellos desde su potencialidad y su bondad, posibilitándoles el «ser» que los lleve al compromiso con la vida, con su realidad. Tener autoridad positiva equivale a que cualquier actuación humana, en la relación con los hijos, vaya acompañada de dos requisitos imprescindibles: amor y sentido común. El amor supone tomar decisiones que a veces son dolorosas, a corto plazo, para los padres y para los hijos, pero que después son valoradas de tal manera que dejan un bienestar interior en los hijos y en los padres.

El sentido común es lo que hace que se aplique la técnica adecuada en el momento preciso y con la intensidad apropiada, en función del niño, del adulto y de la situación en concreto. El sentido común nos dice que no debemos matar moscas a cañonazos ni leones con tirachinas. Un adulto debe tener sentido común para saber si tiene delante una mosca o un león. Si en algún momento tiene dudas, debe buscar ayuda para tener las ideas claras antes de actuar (Sorribas, 2005:5).

Finalmente, la escucha activa hacia nuestros hijos puede transmitirles confianza en sí mismos y habilidad para manejar sus sentimientos y problemas. Es una escucha respetuosa que les inspira respeto por ellos mismos. El solo hecho de escucharlos activamente hace que a veces nuestro hijo.  

LIMITES
Técnicas para poner en práctica

PARA REFLEXIONAR

No te metas en mi vida, papá
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