AT Niñez – Módulo II

Complejo de castración

Complejo centrado en la fantasía de castración, la cual aporta una respuesta al enigma que plantea al niño la diferencia anatómica de los sexos (presencia o ausencia del pene): esta diferencia se atribuye al cercenamiento del pene en la niña. La estructura y los efectos del complejo de castración son diferentes en el niño y en la niña. El niño teme la castración como realización de una amenaza paterna en respuesta a sus actividades sexuales: lo cual le provoca una intensa angustia de castración. En la niña, la ausencia de pene es sentida como un perjuicio sufrido, que intenta negar, compensar o reparar.

El complejo de castración guarda íntima relación con el complejo de Edipo y, más especialmente, con su función prohibitiva y normativa. El análisis del pequeño Hans tuvo un papel determinante en el descubrimiento por Freud del complejo de castración (106). El complejo de castración fue descrito por vez primera en 1908 y relacionado con la «teoría sexual infantil», que, atribuyendo un pene a todo ser humano, sólo puede explicar la diferencia anatómica de los sexos por la castración. La universalidad del complejo no se indica, pero parece hallarse implícitamente admitida. El complejo de castración se atribuye a la primacía del pene en ambos sexos, y su significación narcisista se halla prefigurada: «El pene es ya en la infancia la zona erógena directriz el objeto sexual autocrótico más importante, y su valorización se ráeja lógicamente en la imposibilidad de representarse una persona semejante al yo sin esta parte constitutiva esencial».

A partir de este momento, la fantasía de castración se vuelve a encontrar bajo diversos símbolos: el objeto amenazado puede desplazarse (ceguera de Edipo, extracción de dientes, etc.), el acto puede deformarse, substituirse por otros atentados a la integridad física (accidente, lúes, intervención quirúrgica) o psíquica (locura como consecuencia de la masturbación), el agente paterno puede hallar los más diversos substitutos (animales angustiantes de los fóbicos). El complejo de castración se reconoce también en toda la extensión de sus efectos clínicos: envidia del pene, tabú de la virginidad, sentimiento de inferioridad, cte.; sus modalidades se descubren en el conjunto de las estructuras psicopatológicas, especialmente en las  perversiones (homosexualidad, fetichismo (107)). Pero se tardó bastante tiempo en atribuir al complejo de castración el lugar fundamental que ocupa en la evolución de la sexualidad infantil para ambos sexos, en formular con evidencia su articulación con el complejo de Edipo y en afirmar plenamente su universalidad. Esta teorización es paralela a la formulación por Freud de una fase fálica: en este «estadio de la organización genital infantil existe ciertamente lo masculino, pero no lo femenino; la alternativa es: órgano genital masculino o castrado.

La unidad del complejo de castración en los dos sexos sólo se concibe por este fundamento común: el objeto de la castración (el falo) reviste idéntica importancia en esta fase para la niña como para el niño; el problema planteado es el mismo: tener o no el falo (véase este término). El complejo de castración se encuentra invariablemente en todo análisis. Una segunda característica teórica del complejo de castración es su punto de impacto en el narcisismo: el falo se considera por el niño como una parte esencial de la imagen del yo; la amenaza que le afecta pone en peligro radical esta imagen; su eficacia procede de la conjunción de los dos elementos siguientes: prevalencia del falo, herida narcisista. En la génesis empírica del complejo de castración, tal como Freud la describió, intervienen dos hechos: la constatación por el niño pequeño de la diferencia anatómica de los sexos es indispensable para que aparezca el complejo. Esta constatación viene a actualizar y autentificar una amenaza de castración que pudo ser real o fantaseada. El agente de la castración es, para el niño pequeño, el padre, autoridad a la que atribuye, en última instancia, todas las amenazas formuladas por otras personas.

La situación es menos clara en la niña, la cual quizá se sienta más privada de pene por la madre que efectivamente castrada por el padre. La situación del complejo de castración en relación con el complejo de Edipo es distinta en los dos sexos: en la niña, abre la búsqueda que le conduce a desear el pene paterno, constituyendo por lo tanto el momento de entrada en el Edipo; en el niño, en cambio, señala la crisis terminal del Edipo, al prohibir al niño el objeto materno; la angustia de castración inaugura en el niño el período de latencia y precipita la formación del superyó.

El complejo de castración se encuentra constantemente en la experiencia analítica. ¿Cómo explicar su presencia casi invariable en todo ser humano, siendo así que las amenazas reales que lo originarían distan de comprobarse siempre (y más raramente aún van seguidas de ejecución), mientras que es muy evidente que la niña no puede sentirse realmente amenazada de perder lo que no tiene? Tal discrepancia ha conducido a los psicoanalistas a intentar basar el complejo de castración sobre una realidad distinta a la amenaza de castración. Estas elaboraciones teóricas han seguido varias direcciones. Puede intentarse situar la angustia de castración dentro de una serie de experiencias traumatizantes en las que interviene igualmente un elemento de pérdida, de separación de un objeto: pérdida del pecho en el ritmo de la lactancia, destete, defecación. Tal serie halla su confirmación en las equivalencias simbólicas, descubiertas por el psicoanálisis, entre los  diversos objetos parciales de los cuales el sujeto es así separado: pene, pecho, heces, e incluso niño en el parto.

En 1917 Freud dedicó un trabajo singularmente sugestivo a la equivalencia pene = heces = niño y a los avatares del deseo que ella permite, a sus relaciones con el complejo de castración y la reivindicación narcisista: «El pene se reconoce como algo separable del cuerpo y entra en analogía con las heces, que fueron el primer fragmento del ser corporal al cual hubo que renunciar». En la misma línea de investigaciones, A. Stärcke fue el primero en hacer recaer todo el acento en la experiencia del amamantamiento y de la retirada del pecho como prototipo de la castración: «[…] una parte del cuerpo análoga a un pene se toma de otra persona, es dada al niño como si fuera suya (situación a la que se asocian sensaciones placenteras) y luego retirada del niño, causándole displacer». Esta castración primaria, repetida a cada tetada para culminar en el momento del destete, sería la única experiencia real capaz de explicar la universalidad del complejo de castración: la retirada del pezón materno es la significación inconsciente última que se encuentra siempre tras los pensamientos, los temores, los deseos que constituyen el complejo de castración. Dentro de la línea que intenta basar el complejo de castración en una experiencia originaria efectivamente vivida, la tesis de Rank, según la cual la separación de la madre en el trauma del nacimiento y las reacciones físicas frente a esta separación proporcionarían el prototipo de toda angustia ulterior, conduce a considerar la angustia de castración como el eco, a través de una larga serie de experiencias traumatizantes, de la angustia del nacimiento.

La posición de Freud en relación con estas diferentes concepciones es matizada. Incluso reconociendo la existencia de «raíces» del complejo de castración en las experiencias de separación oral y anal, sostiene que el término «complejo de castración» «[…] debería reservarse a las excitaciones y efectos que guardan relación con la pérdida del pene». No se trata sólo de una simple preocupación por un rigor terminológico. Durante la larga discusión de las tesis de Rank en Inhibición, síntoma y angustia (Hemmung, Sympton und Angst, 1926), Freud muestra su interés por el intento de buscar cada vez más cerca de sus orígenes el fundamento de la angustia de castración y ver intervenir la categoría de separación, de pérdida del objeto valorado narcisísticamente, tanto durante toda la primera infancia como en muy diversas experiencias vividas (por ejemplo, angustia moral interpretada como una angustia de separación del superyó). Pero, por otra parte, en cada página de Inhibición, síntoma y angustia, se aprecia la preocupación de Freud por desprenderse de la tesis de Rank, así como su insistencia en volver a centrar, en esta obra de síntesis, el conjunto de la clínica psicoanalítica sobre el complejo de castración tomado en su acepción literal. La reticencia de Freud en introducirse a fondo por tales caminos obedece esencialmente a una exigencia teórica fundamental, atestiguada por varios conceptos. Así, por ejemplo, el de posterioridad: corrige la tesis que conduce a buscar en una época cada vez más precoz de la vida una experiencia que pueda poseer la plena función de experiencia prototipo. Así también,  sobre todo, la categoría de las fantasías, o fantasías originarias, en la cual Freud sitúa el acto de castración; las dos palabras tienen aquí valor de índice: «fantasías», porque la castración, para producir sus efectos, no necesita ser ejecutada ni tan sólo ser explícitamente formulada por parte de los padres; «originaria» (aun cuando la angustia de castración no aparezca hasta la fase fálica y, por tanto, diste de ser la primera en la serie de experiencias ansiógenas) en tanto que la castración es uno de los aspectos del complejo de relaciones interpersonales en el que se origina, se estructura y se especifica el deseo sexual del ser humano.

Por ello, el papel que el psicoanálisis atribuye al complejo de castración no se comprende sin relacionarlo con la tesis fundamental (y constantemente reafirmada por Freud) del carácter nuclear y estructurante del Edipo. Limitándonos al caso del niño, podríamos expresar del siguiente modo la paradoja de la teoría freudiana del complejo de castración: el niño no puede superar el Edipo y alcanzar la identificación con el padre si no ha atravesado la crisis de castración, es decir, si le ha sido rehusada la utilización de su pene como instrumento de su deseo hacia la madre. El complejo de castración debe referirse al orden cultural, en el que el derecho a un determinado uso es siempre correlativo a una prohibición.

En la «amenaza de castración», que sella la prohibición del incesto, se encarna la función de la Ley como instauradora del orden humano, según ilustra, míticamente, en Tótem y tabú (Totem und Tabu, 1912) la «teoría» del padre originario que, bajo la amenaza de castrar a sus hijos, se reservaba el uso sexual exclusivo de las mujeres de la horda. Precisamente porque el complejo de castración es la condición a priori que regula el intercambio interhumano como intercambio de objetos sexuales, puede presentarse en diversas formas en la experiencia concreta, y ser formulado de modos a la vez distintos y complementarios, como los indicados por Stärcke, en los que se combinan los términos del sujeto y de otra persona, de perder y de recibir:

«1. Yo estoy castrado (sexualmente privado de), yo seré castrado.

»2. Yo recibiré (deseo recibir) un pene.

»3. Otra persona está castrada, debe ser (será) castrada.

»4. Otra persona recibirá un pene (tiene un pene) » (6 b).       

Complejo de Edipo   

Conjunto organizado de deseos amorosos y hostiles que el niño experimenta respecto a sus padres. En su forma llamada positiva, el complejo se presenta como en la historia de Edipo Rey: deseo de muerte del rival que es el personaje del mismo sexo y deseo sexual hacia el personaje del sexo opuesto. En su forma negativa, se presenta a la Inversa: amor hacia el progenitor del mismo sexo y odio y celos hacia el progenitor del sexo opuesto. De hecho, estas dos formas se encuentran, en diferentes grados, en la forma llamada completa del complejo de Edipo. Según Freud, el complejo de Edipo es vivido en su período de acmé entre los tres y cinco años de edad, durante la fase fálica; su declinación señala la entrada en el período de latencia. Experimenta una reviviscencia durante la pubertad y es superado, con mayor o menor éxito, dentro de un tipo particular de elección de objeto.

El complejo de Edipo desempeña un papel fundamental en la estructuración de la personalidad y en la orientación del deseo humano. Los psicoanalistas han hecho de este complejo un eje de referencia fundamental de la psicopatología, intentando determinar, para cada tipo patológico, las modalidades de su planteamiento y resolución. La antropología psicoanalítica se dedica a buscar la estructura triangular del complejo de Edipo, cuya universalidad afirma, en las más diversas culturas y no sólo en aquellas en que predomina la familia conyugal. Si bien la expresión «complejo de Edipo» no aparece en los escritos de Freud hasta 1910, lo hace en términos que demuestran que ya había sido admitida en el lenguaje psicoanalítico. El descubrimiento del complejo de Edipo, preparado desde hacía mucho tiempo por el análisis de sus pacientes (véase: Seducción), Freud lo realiza durante su autoanálisis, que le conduce a reconocer en sí mismo el amor hacia su madre y, con respecto a su padre, unos celos que se hallan en conflicto con el afecto que le tiene; el 15 de octubre de 1897 escribe a Fliess: «[…] la poderosa influencia de Edipo Rey se vuelve inteligible […] el mito griego explota una compulsión de cuya existencia todo el mundo reconoce haber sentido en sí mismo los indicios».

Observemos que, desde esta primera formulación, Freud alude espontáneamente a un mito que se halla allende la historia y las variaciones de lo vivido individualmente. Desde un principio afirma la universalidad del Edipo, tesis que ulteriormente se irá reforzando: «Todo ser humano tiene impuesta la tarea de dominar el complejo de Edipo…». No es nuestra intención exponer aquí en sus diversas etapas y en toda su complejidad la progresiva elaboración de este descubrimiento, cuya historia es coextensiva de la del psicoanálisis; por lo demás, se observará que Freud en ningún trabajo dio una exposición  sistemática del complejo de Edipo. Por nuestra parte, nos limitaremos a señalar algunos problemas relativos al lugar que ocupa en la evolución del individuo, a sus funciones y a su alcance.

I. El complejo de Edipo se descubrió en su forma llamada simple y positiva (por lo demás, así es como aparece también en el mito), pero, como ya hizo observar Freud, esta forma no es más que una «simplificación o esquematización» en relación con la complejidad de la experiencia: « […] el niño pequeño no experimenta solamente una actitud ambivalente y una elección de objeto amoroso dirigida hacia su madre, sino que al mismo tiempo se comporta como una niña mostrando una actitud femenina y tierna hacia su padre y la correspondiente actitud de celos hostiles hacia la madre». En realidad, entre la forma positiva y la forma negativa se observa toda una serie de casos mixtos en los que coexisten estas dos formas en una relación dialéctica, y en las que el analista se aplica a determinar las distintas posiciones adoptadas por el sujeto en la asunción y resolución de su Edipo. Desde este punto de vista, como ha subrayado Ruth Mack Brunswick, el complejo de Edipo designa la situación del niño en el triángulo.

La descripción del complejo de Edipo en su forma completa permite a Freud explicar la ambivalencia hacia el padre (en el niño) por la interacción de los componentes heterosexuales y homosexuales y no como el simple resultado de una situación de rivalidad.

  1. Las primeras elaboraciones de la teoría se construyeron sobre el modelo del niño. Durante mucho tiempo Freud admitió que el complejo podía ser transpuesto tal cual, mutatis mutandis, a la niña. Pero este postulado ha sido combatido:

a) por la tesis desarrollada en el artículo 1923 sobre «la organización genital infantil de la libido», según la cual, en los dos sexos, durante la fase fálica, es decir, en el momento del acmé del Edipo, hay un solo órgano que cuenta: el falo; b) por el valor concedido a la inclinación preedípica hacia la madre. Esta fase preedípica se observa especialmente en la niña, en la medida en que el complejo de Edipo significará para ella un cambio de objeto amoroso, de la madre al padre. Siguiendo estas dos direcciones, los psicoanalistas han trabajado para poner de manifiesto la especificidad del Edipo femenino.

2) La edad en que se sitúa el complejo de Edipo permaneció al principio relativamente indeterminada para Freud. Así, por ejemplo, en los Tres ensayos sobre la teoría de la  sexualidad (Drei Abhandlungen zur Sexualtheorie, 1905), se sostiene la tesis de que la elección de objeto no tiene lugar de modo pleno hasta la pubertad, siendo la sexualidad infantil fundamentalmente autoerótica. Desde este punto de vista, el complejo de Edipo, aunque esbozado durante la infancia, sólo se manifestaría claramente en el momento de la pubertad, para ser en seguida superado. Esta incertidumbre se encuentra todavía en 1916-1917 (Lecciones de introducción al psicoanálisis [Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse]), aun cuando en esta fecha Freud reconoce ya la existencia de una elección de objeto infantil muy próxima a la elección adulta. En el enfoque final de Freud, una vez afirmada la existencia de una organización genital infantil o fase fálica, el Edipo se relaciona con esta fase, o sea esquemáticamente con el período de los tres a los cinco años de edad.

  • Como puede apreciarse, Freud admitió siempre que en la vida del individuo existía un período anterior al Edipo. Cuando se efectúa una distinción, o incluso una oposición, entre lo preedípico y el Edipo, se intenta ir más allá del reconocimiento de este simple hecho: se subraya la existencia y los efectos de una relación compleja, del tipo dual, entre la madre y el niño, y se procura hallar las fijaciones a una tal relación en las más diversas estructuras psicopatológicas. Desde este punto de vista, ¿puede considerarse todavía válida la célebre fórmula que hace del Edipo el «complejo nuclear de las neurosis»? Numerosos autores sostienen que, con anterioridad a la estructura triangular del Edipo, existe una relación puramente dual, y que los conflictos relativos a este período pueden analizarse sin hacer intervenir la rivalidad hacia un tercero. La escuela kleiniana, que, como es sabido, concede una importancia primordial a las épocas más precoces de la infancia, no designa ninguna fase como propiamente preedípica. Hace remontarse el complejo de Edipo a la posición llamada depresiva, en la que se inicia la relación con personas totales. Acerca del problema de una estructura preedípica, la posición de Freud seguirá siendo matizada: declara haber tardado en reconocer todo el alcance de la unión primitiva a la madre y haber quedado sorprendido por lo que, especialmente las psicoanalistas femeninas, han puesto en evidencia sobre la fase preedípica en la niña. Pero también piensa que, para explicar estos hechos, no es necesario recurrir a otro eje de referencia que el Edipo (véase: Preedípico).

II. La preponderancia del complejo de Edipo, que siempre sostuvo Freud (rehusando situar en el mismo plano, desde el punto de vista estructural y etiológico, las relaciones edípicas y las preedípicas) queda atestiguado por las funciones fundamentales que le atribuye:  

a) elección del objeto de amor, en el sentido de que éste, después de la pubertad, viene condicionado a la vez por las catexis de objeto y las identificaciones inherentes al complejo de Edipo y por la prohibición de realizar el incesto;

b) acceso a la genitalidad, por cuanto ésta no queda en modo alguno garantizada por la sola maduración biológica. La organización genital presupone la instauración de la primacía del falo, y ésta difícilmente se puede considerar establecida sin que se resuelva la crisis edípica por el camino de la identificación;

c) efectos sobre la estructuración de la personalidad, sobre la constitución de las diferentes instancias, en especial el superyó y el ideal del yo. Este papel estructurante en la génesis de la tópica intrapersonal Freud lo relaciona con la declinación del complejo de Edipo y la entrada en el período de latencia. Según Freud, el proceso descrito es más que una represión: «[…] en el caso ideal, equivale a una destrucción, una supresión del complejo […]. Cuando el yo no ha logrado más que una represión del complejo, éste permanece en el ello en estado inconsciente: más tarde manifestará su acción patógena».

En el artículo que aquí citamos, Freud discute los diferentes factores que provocan esta declinación. En el niño, la «amenaza de castración» por el padre posee un valor determinante en esta renuncia al objeto incestuoso, y el complejo de Edipo termina de forma relativamente abrupta. En la niña la relación entre el complejo de Edipo y el complejo de castración es muy distinta: «… mientras que el complejo de Edipo del niño se halla minado por el complejo de castración, el de la niña se hace posible y es introducido por el complejo de castración». En ella «[…] la renuncia al pene sólo se realiza después de una tentativa de obtener una reparación. La niña se desliza (podríamos decir a lo largo de una equivalencia simbólica) desde el pene al niño, y su complejo de Edipo culmina en el deseo, largo tiempo sentido, de obtener del padre, como regalo, un niño, de darle al padre un hijo». De ello resulta que en este caso es más difícil señalar con claridad el momento de la declinación del complejo.

III. La descripción que antecede no explica suficientemente el carácter fundador que, para Freud, posee el complejo de Edipo, como se desprende de la hipótesis, anticipada en Tótem y tabú (Totem und Tabu, 1912-1913), del asesinato del padre primitivo considerado como el momento de origen de la humanidad. Esta hipótesis, discutible desde el punto de vista histórico, debe interpretarse sobre todo como un mito que traduce la exigencia que se plantea a todo ser humano de ser un «vástago de Edipo». El complejo de Edipo no puede reducirse a una situación real, a la influencia ejercida efectivamente sobre el niño por la pareja parental. Su eficacia proviene de que hace intervenir una instancia prohibitiva (prohibición del incesto) que cierra la puerta a la satisfacción naturalmente buscada y une de modo inseparable el deseo y la ley (punto sobre el que ha puesto el acento J. Lacan). Esto  disminuye el alcance de la objeción iniciada por Malinowski y recogida por la escuela llamada culturalista, según la cual, en ciertas civilizaciones en las que el padre carece de toda función represora, no existiría el complejo de Edipo, sino un complejo nuclear característico de aquella estructura social: de hecho, en tales civilizaciones, los psicoanalistas intentan descubrir qué personajes reales, o incluso qué instituciones, encarnan la instancia prohibitiva, en qué modalidades sociales se especifica la estructura triangular constituida por el niño, su objeto natural y el representante de la ley.

Esta concepción estructural del Edipo concuerda con la tesis del autor de Las estructuras elementales del parentesco, que considera la prohibición del incesto la ley universal y mínima para que una «cultura» se diferencie de la «naturaleza». Otro concepto freudiano habla en favor de la interpretación que hace que el Edipo trascienda lo vivido individual en el que se encarna: el de las fantasías originarias, «filogenéticamente transmitidas», esquemas que estructuran la vida imaginaria del sujeto y que constituyen otras tantas variantes de la situación triangular (seducción, escena originaria, castración, etc.). Señalemos finalmente que, al dirigir nuestro interés hacia la relación triangular misma, nos vemos inducidos a atribuir un papel esencial, en la constitución de un determinado complejo de Edipo, no sólo al sujeto y sus pulsiones, sino también a los otros focos de la relación (deseo inconsciente de cada uno de los padres, seducción, relaciones entre los padres). Lo que será interiorizado y sobrevivirá en la estructuración de la personalidad es, por lo menos, tanto como determinadas imágenes parentales, los distintos tipos de relaciones existentes entre los diferentes vértices del triángulo.    

Complejo de Electra   

Término utilizado por Jung como sinónimo del complejo de Edipo femenino, a fin de indicar la existencia de una simetría en los dos sexos, mutatis mutandis, de la actitud con respecto a los padres. En su Ensayo de exposición de la teoría psicoanalítica (Versuch einer Darstellung der psychoanalytischen Theorie, 1913) Jung introduce la expresión «complejo de Electra». A este respecto Freud manifestó, en principio, que no veía el interés de tal denominación; en su artículo sobre la sexualidad femenina se mostró aún más categórico: el Edipo femenino no es simétrico del niño. «Solamente en el niño se establece esta relación, que marca su destino, entre el amor hacia uno de sus progenitores y, simultáneamente, el odio hacia el otro como rival».  Lo que Freud mostró acerca de los distintos efectos del complejo de castración en cada sexo, de la importancia que para la niña tiene la inclinación preedípica hacia la madre, de la preponderancia del falo en los dos sexos, justifica su rechazo del término «complejo de Electra», que presupone una analogía entre la posición de la niña y la del niño con respecto a sus padres.

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Narcisismo y Personalidad narcisista     

La personalidad narcisista se caracteriza desde el punto de vista clínico por un tipo de relación presidida por la soberbia, la arrogancia y la altanería, tres rasgos que son expresión manifiesta de la sobrevalorización o idealización del Yo o Self. A esta tríada soberbia, arrogancia y altanería– le acompaña y complementa una actitud de desprecio y desvalorización de las demás personas. Por otra parte, desde el punto de vista dinámico y estructural, este tipo de relación en el que se asocian la sobrevaloración de sí mismo y el desprecio de los demás, lleva implícita la presencia interna de un objeto idealizado con el que el Yo narcisista se identifica introyectivamente sintiéndose “grandioso” (de ahí la soberbia y la arrogancia). Al mismo tiempo, la proyección de los aspectos débiles y dependientes del propio self dejan a los objetos externos proyectivamente identificados con la debilidad y la dependencia propias (de ahí la altanería y el desprecio: valioso yo y despreciables los demás). A estas características se refiere claramente la cita de Juan Pérez de Moya (1585): “de tal manera que, a todos estimando en poco y menospreciándolos, cree no ser otra cosa buena salvo él solo”; en tanto que la de Don Quijote habla de una consecuencia complementaria, que es la vanidad como necesidad y deseo de ser admirado: “de donde sacaréis qué tal debe ser la fuerza del brazo que tal mano tiene”.     

Superioridad por introyección (identificación introyectiva) de lo bueno y grandioso y desprecio altanero por identificación proyectiva de lo débil y dependiente son el fundamento de todas las organizaciones narcisistas de la personalidad en el dominio psicológico y de las fanáticas y fundamentalistas en el sociológico. También lo son de las psicosis (y en el fondo de toda la psicopatología), puesto que la personalidad narcisista, con su tendencia a colocar dentro de sí todo lo bueno y fuera todo lo malo (Freud, 1915), trastorna el sentido de realidad y la relación con ésta, difumina los límites del Yo y favorece la indiferenciación confusional entre self y objetos, características propias de la definición de psicosis. Como ya decía Sibiuda 3 (1436) «El amor a sí mismo, cuando es el primero, es la principal raíz, el primer origen y el principio de todos los males… Pues quien pone su propio amor en sí mismo, tiene en sí plantada la raíz de todos los males… El amor a sí mismo vuelve a la voluntad injusta, mala, perversa y maligna, y soberbia».     

Con este tipo de relación y de estructura mental se reproducirían a grandes rasgos niveles primitivos y arcaicos del desarrollo emocional correspondientes a aquello que Freud llamaba el Yo de placer depurado. En 1915 (Los instintos y sus vicisitudes) Freud postulaba una teoría del desarrollo construida sobre el desarrollo del sentido del Yo y de la relación con la realidad, en contraste con la teoría del narcisismo primario expuesta en 1914(Introducción al narcisismo), en la que, más preocupado por explicar el inicio de la relación con el objeto satisfactorio y la reacción de retirada ante el frustrante, ponía el                                            acento en la distinción entre libido narcisista y libido objetal. En los primeros momentos de la vida, existiría un “Yo-realidad primario” (en su obra póstuma Esquema del psicoanálisishabla ya de un Ello-Yo indiferenciado) para el que no habría otra realidad que él mismo y, si hubiera alguna otra, simplemente la ignoraría o se manifestaría indiferente hacia ella. Sería como un Yo que dijera la realidad soy Yo y lo demás o no existe o no me atañe, (parodiando a Ortega, “Yo soy Yo y mi realidad”). Este Yo-realidad primario, evoluciona hacia el Yo maduro (“Yo-realidad secundario”, o sea, un Yo diferenciado, con sentido y conciencia de sí mismo y de la realidad externa), y en esta evolución pasaría por una etapa intermedia (el “Yo-placer puro o depurado”) en la que se empezaría a aceptar una diferenciación entre el Yo y la realidad, pero siempre a condición de que todo lo bueno estuviera dentro del Yo y lo malo fuera. Evolutivamente hablando, la principal diferencia entre el Yo-placer puro y el narcisismo clínico (la organización narcisista de la personalidad) es que, mientras que el Yo-placer puro corresponde a una situación evolutiva que lleva hacia el Yo-realidad secundario o maduro (al igual que la posición esquizoparanoide evoluciona hacia la posición depresiva), el narcisismo patológico es una organización defensiva y rígida, no evolutiva. Roheim nos recuerda un ejemplo antropológico de “Yo-placer puro” refiriéndose a los Bakairi, una tribu primitiva para cuyos miembros la palabra kura significa indistintamente “nosotros” y “bueno”, en tanto que kura-pa significa “no nosotros; ellos” y a la vez “malo”. Algo parecido se lee en el Symposium de Platón: “en efecto, no es lo nuestro lo que nosotros amamos, a menos que no miremos como nuestro y perteneciéndonos en propiedad lo que es bueno, y como extraño lo que es malo, porque los hombres solo aman lo que es bueno”. Para el propio Freud en Instintos y sus Vicisitudes en el paso del Yo-realidad primario al Yo-placer depurado la realidad sólo se empezaría a aceptar como algo externo y malo. Narcisismo es un término de vieja raigambre psicoanalítica que se ha hecho dudosamente operativo porque en la actualidad se utiliza confusamente para referirse a funcionamientos y fenómenos mentales diversos que, a pesar de estar interrelacionados en sus orígenes, son diferentes en cuanto a su significación y su status clínico. Introducido por Havellock Ellis (1898) y Paul Näcke (1989) para referirse a una actitud hacia el propio cuerpo en la que éste es tratado como si fuera un objeto amoroso al que se acaricia y utiliza como fuente de placer y autosatisfacción, es recogido y usado por Freud con diversos significados, aplicándolo al estudio de diferentes situaciones clínicas. Además de la actitud amorosa respecto del propio cuerpo, amplía el concepto extendiéndolo a otros terrenos clínicos, como la autosobrevaloración o autoidealización (tanto en la dimensión corporal como en la mental), la sobrevaloración o idealización de un objeto (en el enamoramiento, por ejemplo), el tipo de relación en el que el otro (el «objeto») aparece como un reflejo del sujeto (del self o sí mismo) y es utilizado para alimentar y engrosar una autoestima endeble e insuficiente, el ensimismamiento o retraimiento observable en las personalidades esquizoides, la megalomanía inicial de algunas psicosis y la relación confusional en que sujeto y objeto tienden a fundirse o confundirse indiferenciadamente. Finalmente, desde una perspectiva metapsicológica, Freud propone el concepto de narcisismo primario para referirse a un hipotético estadio inicial y arcaico del desarrollo emocional en el que toda la energía psíquica (libido) está investida en el propio Yo porque todavía no se ha reconocido la existencia del otro («objeto»). Salvo este narcisismo primario, las demás conceptos de narcisismo se refieren a situaciones en las que el investimiento libidinal del objeto (según la terminología de Freud) o el vínculo relacional (como se entendería mejor el concepto de investimiento desde la teoría de la relación de objeto) con los objetos ya reconocidos como diferenciados del self y con existencia propia, sufre un menoscabo regresivo que vuelve a reforzar investimiento o vínculo narcisistas con uno mismo (narcisismo secundario). Así pues, el narcisismo queda estrictamente redefinido en el marco de la teoría de la libido como un investimiento libidinal del sí mismo, en oposición al investimiento libidinal del objeto (ya diferenciado como objeto con existencia propia). Freud llama libido narcisista a la libido que inviste al sí mismo o self y libido objetal a la que inviste al objeto y, como es lógico dentro de la teoría energética de aquel modelo freudiano, considera a una y otra libido como inversamente proporcionales: a mayor cantidad de libido objetal –investida en los objetos– menor cantidad de libido narcisista y a la inversa. La libido objetal se extrae y se resta de la libido narcisista y, en momentos o situaciones de conflicto con los objetos –en situaciones de insatisfacción o frustración– el camino se invierte regresivamente y la libido objetal se retira de los objetos y se reconvierte en libido narcisista, o sea, se extrae y se resta de la libido objetal para volver a hacerse narcisista (narcisismo secundario).     

La hipótesis de un estado primordial de narcisismo primario presupone que la libido es originariamente narcisista y también que, en última instancia, todo movimiento regresivo, al redirigirse hacia los orígenes, incrementa la calidad narcisista de la libido a costa de su calidad objetal (o relacional).En la obra que fue desarrollando a lo largo de su vida, Freud manifiesta posiciones contradictorias respecto del concepto de narcisismo como etapa primaria y anobjetal del desarrollo («narcisismo primario»): en 1914 (Introducción al narcisismo) postula un narcisismo primario, pero al año siguiente (Los instintos y sus vicisitudes) modifica esta hipótesis para luego volver a hablar de narcisismo primario en 1923 («El Yo y el Ello»). Estas vacilaciones de Freud dieron origen a una polémica, ya obsoleta afortunadamente, sobre la existencia o no de un narcisismo primario, en el sentido de una etapa inicial sin relación mental con los objetos. Partiendo del postulado de la existencia inicial de un Yo capaz de establecer relaciones de objeto o, más que capaz, totalmente necesitado de la relación de objeto, que es la necesidad fundamental de toda persona, autores como Melanie Klein, Fairbairn, Balint y otros muchos a quienes se les incluye en general entre los autores de la llamada «teoría de la relación de objeto» se han opuesto fundamentalmente al concepto de narcisismo primario. Las pulsiones –decía Fairbairn– son buscadoras de objeto en el sentido de que buscan primordialmente el contacto o la relación con el objeto, no el placer; el placer es secundario a la relación. La pulsión es originariamente objetal, no narcisista: va dirigida al objeto, no al self. Por eso Balint habla de amor primario. Estos autores podrían considerarse, junto a Ferenczi y también Suttie, como precursores de la corriente de pensamiento psicoanalítico conocida actualmente como “psicoanálisis relacional”.     

La teoría psicoanalítica clásica (Freud, 1914), fundamentada todavía en la teoría de la libido, aparte de postular un narcisismo “primario” como estado inicial que, según el propio Freud, es una hipótesis tan inobservable y tan indemostrable como la del instinto de muerte, explica el narcisismo clínicamente observable como una retirada de la libido que inviste el objeto (libido objetal) para redirigirla hacia el Yo y, consiguientemente, como un incremento de libido del Yo o libido narcisista, puesto que la libido que se retrae del objeto es atraída por el narcisismo primario y se añade a él engrosándolo en forma de narcisismo secundario. Teóricamente, la retirada de la libido del objeto debiera dar lugar a una indiferencia hacia el objeto, que, al dejar de estar investido libidinalmente, dejaría de tener interés para el sujeto. En tal caso, para el Yo-realidad primario de Los instintos y sus vicisitudes, pasaría a ser como aquella realidad indiferente (o no existe o no me importa); sin embargo, no es así ya que, según señalaba el propio Freud (1914), la retirada de la libido es activa y se realiza precisamente porque en la relación con el objeto se ha producido una experiencia de frustración, o sea, una «mala experiencia». El objeto no se hace indiferente, sino frustrante o malo (kura-pade los Bakairi) y, por así decirlo, atrae sobre sí las «iras» del sujeto; deja de estar libidinalmente investido para ser investido de forma antilibidinal o agresiva, para ser despreciado, si pensamos que el desprecio es una actitud hostil y activa que también requiere investimiento, aunque de signo contrario. Desde este punto de vista, el desinvestimiento libidinal cedería su lugar a un investimiento agresivo, reactivo a la experiencia de frustración y posterior al investimiento libidinal previo que se produjo en la experiencia de satisfacción. Esto nos llevaría a una posición cercana a los postulados de Fairbairn (1940) sobre la concepción de la libido como una energía cuya finalidad originaria es la búsqueda del contacto con el objeto y que, en el curso de las experiencias satisfactorias o insatisfactorias con el mismo, se diversifica respectivamente en libidinal-sexual y libidinal-agresiva. También se apoyaría en este concepto el postulado bioniano de que la ausencia del objeto bueno o deseado (la ausencia de una experiencia satisfactoria en la terminología fairbiana) equivale a la presencia de un objeto frustrante y malo (a una experiencia insatisfactoria).     

Si hiciéramos abstracción de la teoría clásica de la libido y nos centráramos en nuestra experiencia clínica con los pacientes, no sería difícil ponernos de acuerdo en que lo que nos interesa clínicamente no son las vicisitudes de la libido, sino las vicisitudes de la relación y de los sentimientos y emociones que surgen en el contexto de la experiencia relacional en general y de la terapéutica en particular. Desde esta perspectiva podríamos afirmar que la experiencia narcisista aparece en el contexto de la relación frustrante o emocionalmente insatisfactoria y que se caracteriza inicialmente por un trípode clínico constituido por el desprecio hacia el objeto, la idealización del propio Yo o Self y el predomino de las relaciones internas idealizadas sobre las externas reales, o sea, de las relaciones idealizadas y parciales de objeto interno. A estas tres características del cuadro clínico narcisista se le puede añadir el carácter arcaico o primitivo (evolutivamente hablando) de las relaciones narcisistas, que proviene de la tendencia regresiva del narcisismo –entendido como movimiento reactivo y defensivo– frente a las experiencias emocionales insatisfactorias. A los rasgos típicos de la personalidad narcisista que ya hemos citado (soberbia, arrogancia, altanería y desprecio) debemos añadir los derivados del predominio de las relaciones internalizadas (relación de objeto interno) y del carácter arcaico de las relaciones, que son el retraimiento narcisista y la tendencia a fundirse y confundirse con el objeto mediante el uso masivo de la identificación proyectiva y de los mecanismos de escisión del Yo.

Tipos de narcisismo      

En un artículo en el que me refería al concepto de narcisismo en la obra de Sibiuda (siglo XV catalán) proponía una clasificación de los diversos tipos de narcisismo que se manejan en la clínica psicoanalítica actual y distinguía cuatro tipos: narcisismo libidinal o amoroso, narcisismo antilibidinal o destructivo, narcisismo fusional y organización narcisista patológica, aunque en la realidad clínica suelan presentarse entremezclados en proporciones diferentes y complementándose entre sí.

a) Narcisismo libidinal o amoroso.     

Equivale al «amor a sí mismo» de Sibiuda después de haberse trascendido ascendentemente hacia el «amor a Dios» (en Sibiuda es el vehículo para llegar al amor al prójimo); dicho en términos psicoanalíticos, después de haberse depurado de buena parte de su calidad originariamente narcisista (amor a sí mismo) a través del «amor objetal». Correspondería al resto de libido narcisista originaria, que sigue invistiendo al self después de que una parte de ella se haya escindido para convertirse en libido objetal. Sin un resto mínimo de narcisismo libidinal no sería posible la autoestima ni el verdadero amor objetal (amor al otro), tal como está implícito en la máxima cristiana de «amar al otro como a uno mismo». Psicoanalíticamente, el amor objetal sin un resto de amor narcisista llevaría a una dilución del sí mismo en el otro (en el objeto) con ausencia o pérdida del sentimiento de identidad y necesidad desaforada de buscar la identidad en la relación con los otros. Sin un mínimo de narcisismo libidinal no habría sentimiento de identidad; no podríamos decir «yo amo”: el objeto no sería un objeto amado, sino solo un objeto al que apegarse para adquirir un sentido de identidad. La identidad estaría totalmente en función del objeto amado, tal como podría suceder, por ejemplo, en la llamada hambre de objetos de los maníacos. En el extremo opuesto, en la desesperación melancólica con tendencia a la autoaniquilación, el exceso de narcisismo libidinal, contrastado y enfrentado a la necesidad de amar a alguien que no sea uno mismo, llevaría también, paradójicamente, a una pérdida del sentimiento de identidad. El sentido estable de identidad depende de un equilibrio entre el narcisismo libidinal y la capacidad de relación amorosa con el objeto (relación objetal).     

Si el resto de narcisismo libidinal es excesivo porque no está depurado en amor objetal (narcisismo primario) o porque, en situaciones de conflicto o regresión, ha sido excesivamente engrosado por la retirada regresiva hacia el sí mismo de la libido que investía los objetos, con la consiguiente reconversión de libido objetal en libido narcisista (narcisismo secundario), el resultado podría ser, según Freud, el sentimiento megalomaníaco de grandeza con que se inician clínicamente algunos procesos psicóticos o la exaltación e idealización del propio Yo típica de las personalidades narcisistas (arrogancia, soberbia, endiosamiento, etc.). Es para este componente excesivo del amor a sí mismo que deberíamos reservar el término «narcisismo», puesto que el componente necesario para la autoestima y el amor objetal no es clínicamente narcisismo; en todo caso, para referirse a este componente necesario, debería hablarse de un «narcisismo normal» o sano, si es que se quiere conservar para él el término de narcisismo.

b) Narcisismo antilibidinal o destructivo.     

Rosenfeld lo ha descrito magistralmente con el nombre de narcisismo omnipotente o destructivo; es el acompañante ineludible del narcisismo libidinal o amor a sí mismo propiamente dicho, al que, como veremos, Sibiuda achaca el origen de todos los vicios y males del hombre y lo hace acompañante inseparable del amor a sí mismo con el nombre de desprecio del prójimo. “Cuando el amor a sí mismo es excesivo y exaltado (narcisismo propiamente dicho), el amor al otro (amor objetal) es el enemigo y se está en guerra con él”, se le desprecia, se le reconoce tan sólo como objeto parcial al servicio de la propia satisfacción o se le ataca con ánimos de destrucción. Desde la perspectiva freudiana de la teoría de las pulsiones podría entenderse como si la retirada de la libido que investía el objeto, además de hacerse narcisista al pasar a investir al sí mismo, dejara un vacío en la relación objetal que fuera inmediatamente rellenado con pulsión agresiva o destructiva. Se expresaría en la altanería, el desprecio, el odio y la relación tiránica que suelen complementar la soberbia y la arrogancia de la personalidad narcisista. Desde la teoría relacional, y sin dejar de seguir por ello al propio Freud aunque en una perspectiva diferente a la de la teoría de las pulsiones, esta actitud narcisista se explicaría por el odio a la realidad (representada por el otro, por el sentimiento de dependencia del otro y por la resistencia a reconocerlo como tal), que es máximo o casi total en el estadio narcisista del desarrollo. Freud (1915) describe este narcisismo antilibidinal como originariamente pasivo, pues no se trata de desprecio ni de ataque, sino de ignorancia: la realidad (el objeto, el otro) es simplemente ignorado por el «Yo-realidad primario». Después, cuando la existencia del otro tiene que ser forzosamente reconocida, la ignorancia se convierte en odio activo por parte de un «Yo-placer” que rechaza la realidad del objeto hasta que tiene que ir acomodándose a ella y tiene la característica, también narcisista, de considerar que todo lo bueno está en uno (amor a sí mismo) y todo lo malo en el otro (desprecio del prójimo). Dicho sea de paso, en el concepto de «Yo-placer”, que pone fuera todo lo malo, está implícito el concepto, ulteriormente desarrollado por Klein, de identificación proyectiva.

c) Narcisismo fusional.     

Los casos más extremos de enamoramiento constituirían un ejemplo de lo que he llamado narcisismo fusional. Este concepto de narcisismo está implícito en el concepto de narcisismo primario de Freud y en el del desarrollo emocional como un proceso que va desde la no diferenciación (la fusión) a la diferenciación. El narcisismo primario no sería propiamente un estado fusional, sino un estado de no diferenciación y parecería más adecuado reservar el término de narcisismo fusional para un tipo de relación defensiva y regresiva en el que tienden a borrarse los límites entre sujeto y objeto mediante la identificación proyectiva cuando las ansiedades de diferenciación se hacen insoportables. Este tipo de relación narcisista se expresaría clínicamente en estados confusionales con tendencia a la pérdida del criterio de realidad e intolerancia a la diferenciación y a la separación. En sus formas más extremas estaría relacionado con las patologías borderline y psicóticas. La tendencia fusional que se aprecia en mayor o menor medida en todas las relaciones fuertemente cargadas de investimiento afectivo, como ocurriría, por ejemplo, en los estados de enamoramiento «normales». En el siglo XV Sibiuda expresaba así la tendencia fusional del investimiento amoroso: «Que la principal fuerza y propiedad del amor es que une al amante con el amado, y cambia, convierte y transforma al amante en la cosa (objeto) amada… Y de dos hace uno, porque el que ama es uno con la cosa amada en virtud del amor». En esta frase queda bien expresada la capacidad fusionante del amor. Los mecanismos psicológicos de introyección permiten al niño ir creando nuevas estructuras psíquicas en su desarrollo emocional que le van transformando en la «cosa amada» por identificación introyectiva (o sea, por identificación con el pecho, la madre o “el amado”, como objetos introyectados) a la par que la identificación proyectiva va transformando a la «cosa amada» en la medida en que ésta se identifica con lo que se le proyecta; así, la acción simultánea de ambos mecanismos fundamentales para el desarrollo infantil (introyección y proyección) va haciendo de dos uno. Este es un tema recogido por los místicos en la unión de la amada con el amado (simbólicamente del alma con Jesucristo en San Juan de la Cruz) que, psicológicamente, simbolizaría un estado de anhelo nostálgico por la unión «mística» de carácter fusional que el lactante debió experimentar en un estadio primitivo con el objeto amado (pecho, madre) y que, psicopatológicamente, aparece en las patologías psicóticas fusionales (en las simbióticas, por ejemplo)6. Psicoanalíticamente, este estado es narcisista en la medida en que se entiende como relación narcisista una relación en la que sujeto y objeto tienden a fundirse o confundirse.

d) Organización narcisista patológica.     

Dentro de la teoría del narcisismo el concepto de organización narcisista patológica es un desarrollo posterior a Freud y Klein y de gran utilidad clínica para la comprensión de la patología narcisista. La organización narcisista patológica, magistralmente descrita por Rosenfeld, se funda teóricamente en el splitting o disociación vertical de la personalidad y es concebida como una organización defensiva contra ansiedades primitivas de diferenciación que hacen especialmente insoportable el sentimiento o la concienciación de                                             la dependencia y la ambivalencia. Bien pensado, entroncaría con el concepto de falso self de Winnicott pero en negativo. El falso self winnicottiano es una formación defensiva de tipo seudoadaptativo que da lugar a un sometimiento complaciente al objeto del que se depende, desarrollando una personalidad seudomadura moldeada según los deseos del objeto. La organización narcisista patológica también es una organización defensiva que protege y encapsula a un self hipersensible a la dependencia; pero la organización narcisista patológica se basa en el desprecio, el odio y la utilización perversa y tiránica de la relación con el objeto (el otro). La parte dependiente, necesitada del objeto, de su reconocimiento y de su amor, es tiranizada por otra seudoaulta, seudoafirmada narcisísticamente, endiosada e idealizada que le coacciona para que no ame ni dependa de nadie más que de ella misma y que emplea técnicas de dominio y tiranización que recuerdan, según Rosenfeld, las de una organización mafiosa. Cuando la organización narcisista está interesada en captar y utilizar para sus fines a otra persona (objeto), puede mostrarse seductora y dúctil y hasta servil y aduladora, lo que podría recordar el falso self de Winnicott por su apariencia seudoadaptativa, pero que se diferencia fundamentalmente por el predominio adulador y seductor de la conducta, aunque el odio y la destructividad se ponen claramente de manifiesto en cuanto la relación frustra los intereses de la organización narcisista o amenaza con despertar sentimientos de dependencia.

Autosensorialidad     

El dilema entre narcisismo primario y narcisismo secundario quedaría zanjado si se admitiera que en los primeros momentos de la vida la experiencia (relación) con los objetos está necesariamente presente pero sin representación mental o con una representación mental arcaica de tipo “autosensorial” (Julia Coromines). El término “autosensorialidad” se refiere a una etapa inicial de la vida en la que hay relación con el objeto, naturalmente, pero sin conciencia de diferenciación y, por tanto, sin conciencia de relación porque se supone que el niño vive todas sus experiencias sensoriales (intero y exterocoeptivas, internas y externas) como si se originaran en sí mismo. El bebé, aunque necesaria y objetivamente en relación con el objeto, no está todavía diferenciado; se supone que no tiene una representación mental del objeto diferenciada de una representación mental de sí mismo, sino, en todo caso, una representación mental de él mismo indiferenciado o confundido «con» el objeto y con las sensaciones estimuladas por éste (autosensorialidad). Lo que posiblemente ocurra en estos primeros estadios, desde el punto de vista emocional y psíquico, es que el bebé no tenga una representación mental del objeto como algo externo a él ni siquiera una clara representación mental de sí mismo; la representación mental inicial sería simultánea y fusionalmente de Yo y objeto sincréticamente unidos y la diferenciación se iría produciendo en el proceso de la experiencia y el desarrollo. Riviere (1952) dice: “Debe tenerse en cuenta que este mundo narcisista de la psique es un mundo de “alucinación”, basado en sensaciones y regulado por sentimientos (bajo el imperio del principio del placer-dolor), totalmente autista, no sólo falto de objetividad, sino desde el principio sin conciencia de objetos externos; además, desde este punto de vista omnipotente, toda responsabilidad recae sobre el self y toda relación causal procede del interior del self”.Autores postkleinianos hablan de una posición autista (Tustin, Meltzer, Ogden) o autosensorial (Coromines) previa a la esquizoparanoide, posición que recordaría en muchos aspectos al narcisismo primario de Freud, aunque convenientemente trasplantado desde la teoría energética de la libido a la teoría de la relación de objeto. Las dificultades principales de la teoría freudiana de la libido provenían de la definición del narcisismo primario como investimiento libidinal originalmente primario del Yo, puesto que la noción de investimiento original y primario del Yo invita a imaginarse un Yo que no necesitara relación alguna con los objetos y que se bastara a sí mismo. Este concepto de narcisismo primario, como el de instinto de muerte, del que está teóricamente muy próximo, ha sido usado en ocasiones como explicación tautológica y última de toda la psicopatología, especialmente la psicótica, obviando cómodamente las complejas vicisitudes de los procesos psicóticos, que quedaban explicados simplificadamente como una regresión al narcisismo primario y al dominio del instinto de muerte sobre el instinto libidinal o de vida. Por esta vía la consideración de una etapa primaria y anobjetal del desarrollo (narcisismo primario) se ha convertido a veces en un concepto nada dinámico que sirve para explicárselo todo, de forma que siempre se puede echar mano del principio genético-evolutivo para explicarse los procesos psicóticos como una regresión que lleva al afloramiento del narcisismo primario con el consiguiente repliegue sobre sí mismo y alejamiento de la relación con los objetos (ensimismamiento o repliegue narcisista, lo que Bleuler llamaba autismo).

Tres modelos de narcisismo     

Aunque Freud definiera el narcisismo como el investimiento o catectización libidinal del Yo (self), a lo largo de su obra se pueden distinguir tres modelos de narcisismo. En el primer modelo, el que corresponde a Introducción al narcisismo y que ya había presentado antes en sus trabajos sobre el caso Schreber y sobre Leonardo da Vinci, considera que el desarrollo infantil arranca de un primer estadio autoerótico en el que las pulsiones sexuales son parciales y no están integradas, es decir, funcionan aisladamente sin integrarse entre sí. No hay objeto (o representación mental del objeto) y la búsqueda de satisfacción de las pulsiones eróticas parciales se realiza en el propio cuerpo. Este estadio autoerótico sería un estadio inicial en el que no habría representación mental del objeto ni del propio self, pero sí pulsiones anárquicas que buscan la satisfacción en el propio cuerpo del niño, quien todavía no diferencia entre interno y externo ni entre estímulo y sensación y, por lo tanto, funciona autosensorialmente, regido por lo que he propuesto llamar principio de autosensorialidad, que sería previo al principio de placer y al de realidad. Este estadio, que correspondería en otro esquema a la posición autosensorial (Coromines) tendría una duración breve y sería sustituido por otro en el que el niño comienza a tener representaciones mentales de sí mismo y de los objetos y a diferenciarlas según un proceso de diferenciación progresivo y continuado, Desde el punto de vista de la teoría libidinal, las pulsiones parciales del estadio anterior tienden a integrarse a través del investimiento de lo que Freud, de una manera algo ambigua e imprecisa, llama el surgimiento de «una nueva actividad psíquica» (Introducción al narcisismo) y que parece que sería el Yo que emerge en este período como una nueva instancia psíquica. Este segundo estadio en el que las pulsiones se integran y se unifican en una pulsión libidinal única a través del investimiento del Yo sería el propiamente narcisista, secundario cronológicamente al autoerotismo como estadio inicial, y abocaría en el proceso de crecimiento y diferenciación al tercer estadio, que sería el de la elección de objeto. Con la búsqueda y elección de objeto aparecería, simultánea y necesariamente, la diferenciación entre representación mental del objeto y representación mental del Yo o del Self. Para llegar a la elección de objeto reflexiona Freud desde la perspectiva de este modelo– hay que haber pasado primero por el autoerotismo anárquico y caótico de las pulsiones parciales sin objeto propiamente dicho y por la fase de unificación de las pulsiones que caracteriza al narcisismo (siempre entendido en la teoría libidinal como investimiento libidinal del Yo) y abre el camino hacia la elección de objeto. De este modo, el narcisismo aparece, evolutivamente, como una situación intermedia entre el autoerotismo y la elección de objeto en la que el objeto ya no es el cuerpo del niño investido parcialmente (a trozos como quien dice) por pulsiones también parciales, sino que ya es el Yo, a partir del cual se investirán después los objetos externos. Sustituyendo la terminología propia de la teoría energética de la libido por una terminología más actual podríamos suponer que estos tres estadios (autoerotismo, narcisismo y elección de objeto) se corresponden, por una parte, con la evolución desde la autosensorialidad (falta de diferenciación entre estímulo y sensación) y el narcisismo (falta de diferenciación entre el Yo y el objeto ideal introyectado) a la relación de objeto; y, por otra, a la evolución desde el principio de autosensorialidad hacia el principio de realidad pasando por el principio del placer, de lo que se deduce fácilmente la importancia que estos conceptos han de tener para la comprensión de la psicopatología en general y de la psicosis en particular.

Narcisismo y relación de objeto     

Como ya hemos dicho, Freud distinguía en Introducción al narcisismo dos clases de libido: la objetal y la narcisista. Consiguientemente, también diferenciaba entre dos clases de elección de objeto según éste fuera investido con libido objetal (elección anaclítica) o narcisista (elección narcisista). Si dejáramos de lado la teoría energética de la libido y habláramos de vínculo relacional, podríamos seguir distinguiendo en el vínculo un doble componente objetal y narcisista, que correspondería ala diferencia fundamental entre elección de objeto narcisista y objetal. En la elección narcisista se busca en el objeto una representación de uno mismo; se le escoge porque se parece a uno mismo, a lo que uno quisiera ser o a lo que uno fue; se le escoge en suma porque, de una forma u otra, se busca en él la imagen que uno tiene de sí mismo en el presente, en el futuro o en el pasado. Por lo tanto, con la elección narcisista de objeto, el propio Freud ya introducía un concepto de narcisismo que no era el del investimiento libidinal del Yo. Al investimiento libidinal del Yo, que explicaría desde la teoría libidinal un aspecto del narcisismo clínico (la grandiosidad del Yo, la tendencia a la autoidealización, a constituir un mundo egocéntrico y a sentirse poseedor de todas las perfecciones y merecedor de la admiración de los demás) se le podría llamar igualmente vínculo relacional de predominio narcisista: sería, paradójicamente, una “relación narcisista de objeto”. Este concepto freudiano de elección narcisista de objeto ya parece referirse, implícitamente, a la proyección de un aspecto del self en el objeto, en la vinculación con él se busca la reunión con lo proyectado, la recuperación del estado anterior a la proyección. Dicho de otra manera y con otra terminología, la elección narcisista de objeto lleva implícita una referencia a lo que hoy día llamaríamos identificación proyectiva: al hecho de que partes o aspectos del self pueden ser proyectados dentro del objeto (sería mejor decir dentro de la representación mental del objeto), haciendo que uno se parezca al otro y difuminando o borrando la separación entre self y objeto que había empezado a establecerse. Desde esta concepción el narcisismo ya no se refiere necesariamente a un estadio primario y anobjetal ni a un investimiento libidinal del Yo o del Self, sino a una situación primitiva de indiferenciación a la que se puede volver defensiva y regresivamente ante las ansiedades que acompañan al proceso de diferenciación mediante el uso de la identificación proyectiva.     

La elección anaclítica de objeto, en contraste con la elección narcisista, se apoya en la experiencia previa de relación con un objeto que ya ha satisfecho necesidades básicas, que van desde las más sencillas y biológicas (hambre, sed, etc.) hasta las más psicológicas o “espirituales” (afecto, amor, contención, etc.). Esta diferenciación entre elección anaclítica y narcisista no se refiere únicamente al desarrollo infantil del bebé o el niño pequeño y a su relación con la madre, por fundamental que sea, sino que, precisamente por lo fundamental que es, se extiende a todas las relaciones. La elección anaclítica y la narcisista no se excluyen ni se contradicen; al contrario, se complementan y siguen siendo observables y actuantes en toda relación, incluso en las aparentemente más adultas. En el caso de la psicopatología es su proporción relativa la que imprimirá un carácter más o menos patológico a las relaciones humanas y, en última instancia, promoverá una neurosis o una psicosis (o una patología intermedia como la borderline). Cierto investimiento del sí mismo no es patológico, pero un predominio desproporcionado de elección narcisista se acompañará siempre de una tendencia a la confusión con el objeto y, consiguientemente, de una debilitación del criterio de realidad. Tampoco es patológico que el bebé, en sus experiencias con objetos nuevos, busque el reencuentro con su primer objeto de relación (anaclisis); al contrario, esto constituye el fundamento psicológicamente necesario para el desarrollo del simbolismo y de la capacidad sana de relación. Lo que sí sería patológico es que el adulto siguiera buscando primordialmente la relación de objeto parcial en detrimento de la relación total o madura. En un fenómeno tan típicamente adolescente e incluso adulto como el enamoramiento es fácilmente observable la coexistencia de los dos tipos de elección de objeto. Si predomina el narcisista, en el objeto de amor se buscará principalmente la imagen especular de un niño admirado sin limitaciones por una imagen materna devota, de modo que el deseo de recuperar lo proyectado y volver a ser el niño admirado condicionará una tendencia fusional de la relación, con todas las consecuencias patológicas que son de imaginar (la patología celotípica del amor posesivo, por ejemplo). En caso de que el predominio sea excesivamente anaclítico, la tendencia será a establecer una relación en la que el objeto sería usado fundamentalmente para satisfacer las propias necesidades y la expresión clínica podría ser una dependencia excesiva. Ambos casos comparten, no obstante, un aspecto regresivo infantil, aunque el uno sea más “fusional” y el otro más “consumista”, por así decirlo.     

Si nos liberamos de la teoría energética del investimiento libidinal del Yo y de buena parte de sus implicaciones teóricas, podríamos redefinir el narcisismo como una situación primitiva o arcaica del desarrollo emocional caracterizada por la no diferenciación entre el self y los objetos, situación que se correspondería clínicamente con las psicosis autistas y simbióticas (Mahler, 1974), el autismo de Tustin o Meltzer, el concepto de autosensorialidad (Coromines) y las «relaciones y estructuras narcisistas» de Klein. Como una etapa primaria del desarrollo, este concepto de narcisismo sería equiparable al de narcisismo primario de Freud. Otro concepto de narcisismo, más clínico y relacionado con el concepto de defensas esquizoides, es el de la retirada de la relación con los objetos externos para sustituirla por la relación con los objetos internos (Fairbairn, 1940).     

Definido en términos de una relación basada en la no diferenciación entre self y objeto en vez de en el investimiento libidinal del Yo (self), el narcisismo primario sería normal en las primeras etapas de la vida, pero cuando se prolonga más allá de estas etapas por las causas que sea tiende a conferir un matiz psicótico a las relaciones que se intensifica claramente en las situaciones regresivas severas. La perduración de estructuras narcisistas, ya sea en forma global como inmadurez del desarrollo o parcial (presencia de núcleos narcisistas de la personalidad que siguen funcionando disociadamente) facilita la presentación de funcionamientos mentales narcisistas con aquellas características que ya citaba Joan Riviere (1936): “basados en sensaciones y regulado por sentimientos (bajo el imperio del principio del placer-dolor), totalmente autista, no sólo falto de objetividad, sino desde el principio sin conciencia de objetos externos”. Refiriéndose a la aparición de estos funcionamientos mentales arcaicos en la clínica psicótica, Freud hablaba de “neurosis narcisistas”, suponiendo que en ellas no se podían observar los fenómenos transferenciales. Paradójicamente, aunque Freud afirmara que los psicóticos no «transfieren», en Introducción al narcisismo ya abría una puerta a la comprensión de un tipo especial de transferencia psicótica postulando que la sintomatología psicótica que se observaba en la clínica era el producto de los esfuerzos del paciente en pro de la «restauración de los objetos». Para proceder a la restauración de los objetos, el psicótico tiene que reconectar con el mundo, aunque sea deformándolo por la proyección de sus objetos internos (los objetos en la «fantasía», que también eran investidos por la libido objetal cuando se retiraba del objeto y se hacía narcisista). Para Freud, aún en el supuesto de que durante la inicial regresión narcisista con retirada de la libido objetal no hubiera transferencia, al dirigirse nuevamente al mundo y reconectar con los objetos, el psicótico vuelve a estar en situación relacional y transferencial, aunque se trate de una transferencia psicótica. En Introducción al narcisismo se lee una frase sobre la que quisiera llamar la atención: “La diferencia entre las neurosis de transferencia producidas en el caso de esta clase de renovada catexia libidinal (se refiere a la restauración de los objetos) y las correspondientes formaciones (residuales) del Yo normal tendrían que proporcionarnos la visión más profunda de la estructura de nuestro aparato mental”. Es decir, si no lo entiendo mal y refiriéndolo al texto completo, las formaciones residuales en las que el Yo es normal son las que quedan todavía de la relación originaria de objeto (libido objetal) después de retirada la mayor parte de libido objetal hacia el Yo en la regresión narcisista y, naturalmente, puesto que son normales y de libido objetal-neurótica, son capaces de transferencia. Pero también se produce «neurosis de transferencia» en la «renovada catexia libidinal», o sea, en la catexia que se restablece con los objetos en la fase sintomática de la psicosis que Freud llamaba restauración de los objetos. Lo sorprendente es que, entendiéndolo así, Freud consideraba ya en 1914 la posibilidad de una «neurosis transferencial» en la psicosis y de una diferencia importante entre esa transferencia del psicótico y la neurosis transferencial del Yo neurótico o normal. Parece lógico suponer que ya pensaba en la transferencia psicótica y que advertía que el estudio de las diferencias entre la transferencia neurótica y la psicótica había de arrojar mucha luz sobre la estructura profunda del aparato mental. Teniendo en cuenta que muchos de los pacientes que trataba en aquella época eran pacientes que hoy día diagnosticaríamos de borderline o fronterizos, pensamos que Freud apuntaba ya entonces a las extraordinarias posibilidades que ofrecen los pacientes borderline al manifestar en diferentes momentos de la cura psicoanalítica, y a veces hasta de forma casi simultánea, fenómenos transferenciales psicóticos y neuróticos.

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I. NOCIONES BÁSICAS DE PSICOLOGÍA EVOLUTIVA:

ü Etapas del ciclo vital, conflictos en cada etapa.

 II. EL AT EN LA NIÑEZ:

ü Características del trabajo terapéutico con niños. Función específica del at con niños, modalidad, intervenciones, estrategias

ü El juego como vehículo para la conformación del vínculo terapéutico. ü Funciones y características del Acompañamiento Terapéutico escolar con niños.

III. EL AT EN LA ADOLESCENCIA:

ü Características del trabajo terapéutico con adolescentes. Función específica del at con adolescentes, modalidad, intervenciones, estrategias. INTERVENCIÓN DEL ACOMPAÑANTE TERAPÉUTICO EN LAS DIFERENTES ETAPAS DEL CICLO VITAL I.. ROL Y FUNCIÓN DEL ACOMPAÑANTE

I. NOCIONES BÁSICAS DE PSICOLOGÍA EVOLUTIVA.

Introducción

La Psicología Evolutiva es el área de la psicología que se ocupa del estudio de los procesos de cambio psicológico que ocurren a lo largo de la vida humana, considerando también aquellos cambios relacionados a lo biológico , como también a las crisis y conflictos naturales de la vida. El hombre, a lo largo de su vida y a través de los años va cambiando. El niño da lugar al adolescente, después al joven, luego al adulto y finalmente al anciano hasta que culmina el ciclo vital.

El ciclo vital de la persona humana suele dividirse en distintos períodos, con características particulares, entre los que podemos mencionar: niñez, adolescencia, juventud, adultez, senectud. El desarrollo de la persona a lo largo de la vida, abarca las diferentes dimensiones que la constituyen. Con fines didácticos es que se plantean ciertos procesos fundamentales en algunas de las dimensiones del desarrollo. En la presente unidad, se abordará de manera breve y sintética una descripción por las diferentes etapas que vive el niño y el adolescente, que pueden servir como una aproximación a cada uno de sus mundos, posibilitando así una reflexión acerca de las intervenciones que como acompañantes terapéuticos pueden realizarse.

EL ACOMPAÑANTE }

II. EL AT EN LA NIÑEZ.

El desarrollo infantil suele subdividirse en diferentes períodos, que si bien pueden presentarse de manera universal, adoptan características particulares a partir de las condiciones contextuales en las que se desarrollan los niños, como así también de las singularidades propias de la personalidad. Sin embargo, podemos nombrar las siguientes: período prenatal (desde la concepción hasta el nacimiento), infancia (los dos primeros años) y niñez. Diversos autores denominan de diferentes maneras los momentos en la niñez. En el siguiente cuadro se presentan de manera sintética las diferentes etapas planteadas por distintos autores. (Cabe aclarar que se presentan de manera sintética, el alumno podrá profundizar los contenidos recurriendo a las fuentes de los autores)

Se tomarán los aportes realizados por Juan Luque Martos, en uno de sus artículos en las que presenta de manera sintética las principales características de los niños en las diferentes etapas.

ETAPA DE 0 a 3 años: El nivel de los 0-3 años conforma la primera de las llamadas fases objetivas de la persona, que son aquellas en las que se da un predominio del sentido de la realidad y del interés por lo que le rodea. Es un periodo tranquilo y de una sociabilidad serena.

Los rasgos psicológicos de este nivel de edad nos dicen que:

ü El niño toma conciencia de su yo hacia el año y medio.

ü Manifiesta un intenso egocentrismo, lo que le puede llevar a establecer actitudes defensivas hacia los desconocidos.

ü En torno a los tres años se encuentra inmerso en un rápido proceso de afianzamiento personal.

ü Se siente afectivamente dependiente de la madre.

ü Es ingenuo y crédulo ante lo que se le dice y se le muestra.

ü Se siente muy atraído por los objetos móviles y sonoros. Se da una tendencia al fetichismo en la que dota de vida a los objetos: es muy normal que hable con sus juguetes.

ü Emplea y asume un lenguaje sensorial, concreto y dinámico, basado en la experiencia cercana.

ü Etapa en la que vive feliz y satisfecho, sin afanes críticos.

Papel del espejo de la madre y la familia en el desarrollo del niño En el desarrollo emocional individual el percusor del espejo es el rostro de la madre. En las primeras etapas del desarrollo emocional del niño desempeña un papel vital el ambiente, que en verdad aún no ha sido separado del niño por éste. Poco a poco se produce la separación del no-yo y yo, y el ritmo varía según el niño y el ambiente. Permítaseme simplificar la función ambiental y afirmar en pocas palabras que implica:

  1. Aferrar 2) Manipular 3) Presentar el objeto.

El niño puede responder a estos ofrecimientos ambientales, pero el resultado en el bebé es la máxima maduración personal. Por maduración en esta etapa se entiende los distintos significados de la palabra integración, así como la interrelación y relación de objetos psicosomáticos. ¿Qué ve el bebé cuando mira el rostro de la madre? Por lo general se ve a sí mismo. En otras palabras, la madre lo mira y lo que ella parece se relaciona con lo que ve en él. Pero muchos bebés tienen una larga experiencia de no recibir de vuelta lo que dan. Miran y no se ven a sí mismos. Surgen consecuencias. Primero empieza a atrofiarse su capacidad creadora, y de una u otra manera buscan en derredor otras formas de conseguir que el ambiente les devuelva algo de sí. (…) Esta visión del bebé y el niño que ven la persona en el rostro de la madre, y después en un espejo, ofrece la manera de ver el análisis y la tarea psicoterapéutica.

ETAPA DE 3 A 6 AÑOS. Nos encontramos ante un momento de maduración psicológica del niño a partir de la cual adquiere habilidades que van requiriendo mayor complejidad. Los rasgos psicológicos de este nivel nos dicen que: La dependencia afectiva de los adultos sigue vigente. Se da una fuerte carga de mimetismo: imita mucho a los niños con los que convive.

Es comparativo, envidioso y a veces celoso. Ya está en disposición de aprender a dominar sus tendencias posesivas y sabe distinguir lo propio de lo ajeno.

ü Existe un predominio del lenguaje sensorial, al tiempo que crece el comprensivo y el expresivo. Es la etapa de fabulación por excelencia.

ü Surgen los primeros conceptos éticos: comienza a diferenciar la verdad de la mentira.

ü Su religiosidad es antropomórfica: se imagina lo divino en términos humanos.

ETAPA DE 6 A 9 AÑOS: En esta etapa, conocida como la edad del uso de razón, suele tener lugar el despertar de la conciencia. A partir de ahora cobrará un nuevo protagonismo el medio escolar, pues su influencia se extenderá a todos los ámbitos. Los rasgos psicológicos de este nivel nos dicen que:

ü Nos encontramos ante una etapa psicológicamente tranquila; donde el niño se abre a la vida con una gran curiosidad.

ü En cuanto al desarrollo de su inteligencia se inicia la capacidad razonadora y aparece el pensamiento lógico-concreto. El lenguaje se hace rico y expresivo, pues también aumenta su capacidad de comprensión y de escucha.

ü Predomina el sentido positivo: el niño se adapta bien a su entorno, suele ser fácil de conformar y no acostumbra a ser muy crítico con los adultos.

ü Su sociabilidad abierta le hace sentirse muy cómodo con los demás. El egocentrismo, típico de los años anteriores, va siendo superado. Ya distingue nítidamente entre realidad y fantasía.

ü En su trato familiar sigue siendo muy afectivo, aunque ahora los compañeros ocupan un lugar preponderante. Sus sentimientos se muestran muy cambiantes, pues se siente muy influido por las situaciones por las que atraviesa. ü Vive con gusto las virtudes humanas: generosidad, compañerismo, sinceridad… Le gusta agradar a los adultos y que aprueben su conducta.

ü Es capaz de elaborar escalas de principios morales, al tiempo que ya posee conciencia clara de lo que debe regular en su comportamiento: es un momento ideal para la formación de hábitos.

ETAPA 9 A 12 AÑOS Antes de que concluya esta etapa, ya se pueden establecer ciertas diferencias entre las niñas y los niños, toda vez que aquellas entran en el periodo de la preadolescencia casi dos años antes. Se puede afirmar que, en torno a los diez años, el niño toma conciencia de sí mismo en los principales aspectos de su vida. El entorno familiar continúa influyendo, pero cada vez pesa más el entorno social. Al concluir estos años, el niño deja de ser niño para adentrarse en la etapa de la preadolescencia. Los rasgos psicológicos de este nivel nos dicen que:

ü El niño toma conciencia por sí mismo de lo que le conviene y de lo que puede perjudicarle (lo que no significa que siempre acierte en sus apreciaciones); aun manteniendo planteamientos intuitivos, cada vez se vuelve más reflexivo, pasando del método intuitivo al deductivo.

ü Es el momento del pensamiento operacional concreto. La imaginación dejará paso a lo racional, pues ya se encuentra en condiciones de sintetizar y estructurar sus conocimientos. Busca conocer el porqué y el para qué de las cosas. ü Se desarrolla su capacidad de atención, al tiempo que la memoria se planifica. Su capacidad de trabajo le lleva a ganar en laboriosidad, sobre todo si ya tiene hábitos adquiridos en la anterior etapa.

ü Se plantea muchos objetivos, preferentemente si están vinculados con el grupo. Sus relaciones sociales se ensanchan, siendo firme en sus compromisos. ü Aunque puede mostrarse desobediente aún no ha llegado el momento de la rebeldía, pues su relación con los adultos continúa siendo muy positiva.

ü Poco a poco irá desarrollando su propia individualidad e independencia. Le gusta sobresalir, al tiempo que se muestra muy sensible al aplauso o a la crítica. ü Construye con naturalidad su propia escala de valores. Muchas situaciones intentará resolverlas por sí mismo, sin dejarlas traslucir a los adultos. Los padres han de ser conscientes de que se acerca el momento en el que el hijo aprenda a volar solo.

ü Periodo muy importante para que la conciencia se forme con criterios rectos, para aprender a valorar lo bueno y lo bello.

En este proceso la persona humana experimenta cambios en todas las dimensiones de su ser que se evidencian en los niveles social, sexual, físico, psicológica y espiritual.

III. EL AT EN LA ADOLESCENCIA. Tradicionalmente la adolescencia es definida como la etapa en la que se busca establecer su identidad adulta. Fernández Mouján (1986) sostiene que se caracteriza por un estado confusional transitorio, creado por los procesos de duelo y el aumento de las tendencias libidinales y agresivas. Bloss (1993) ha definido la adolescencia como una etapa de tránsito de duelo, en la que el joven se tiene que despojar del ropaje de su niñez, y en la que también se vuelve a enfrentar a toda la conflictiva edípica. Los cambios se producen a partir de la pubertad. Durante un periodo que podemos situar entre los doce y los quince años se producen cambios profundos en los sujetos que se manifiestan en todo lo que hacen. Los niños y niñas dejan de serlo para pasar a convertirse en adolescentes. Esos cambios son tanto físicos como psicológicos y sociales. Desde el punto de vista físico se observa una gran aceleración del crecimiento y cambios en el cuerpo. Desde el punto de vista psicológico, una manera diferente de abordar los problemas y de entender la realidad y la vida, unida a capacidades intelectuales muy superiores y un gusto por lo abstracto y por el pensamiento, y desde el punto de vista social, el establecimiento de relaciones distintas con sus pares y adultos y la búsqueda de un lugar propio en la sociedad.

Cambios físicos en la adolescencia. El comienzo de la adolescencia viene marcado por modificaciones físicas muy aparentes que constituyen lo que se denomina pubertad. El cambio físico más evidente se refiere al tamaño y la forma del cuerpo y también al desarrollo de los órganos reproductivos. Se produce un rápido aumento en la velocidad de crecimiento. Ésta, alcanza su periodo máximo hacia los doce años en las niñas y hacia los catorce en los niños. Los cambios en los adolescentes se observan el aumento de la longitud del cuerpo, su forma y a las relaciones entre las partes, al desarrollo de los órganos reproductivos y a los caracteres sexuales secundarios. Los cambios físicos del adolescente siguen una secuencia que es mucho más consistente, que su aparición real, aunque este orden varíe en cierta forma de una persona a otra.

Aspectos psicológicos implicados en la adolescencia Aberastury y Knobel (1995) definieron el duelo como el conjunto de procesos psicológicos y que se producen normalmente ante la pérdida de un objeto amado y que llevan a su renuncia.

Los tres duelos fundamentales son por el cuerpo infantil, por el rol y la identidad infantil y por los padres de la infancia, aunque también se une a ellos el duelo por la bisexualidad infantil perdida. Tradicionalmente, la adolescencia ha sido subdividida en tres etapas: pubertad o adolescencia temprana, adolescencia media y adolescencia tardía. Fernandez Moujan, las caracteriza según los duelos que el adolescente vivencia.

La pubertad o adolescencia temprana: se extiende aproximadamente entre los 10 y 14 años de edad. El duelo se centra en el cuerpo, afectando especialmente al yo corporal, que vive la doble pérdida de su cuerpo infantil y de las partes del yo ligadas a aquel cuerpo y que constituían el esquema corporal.

La adolescencia media: se extiende aproximadamente entre los 15 y 18 años. El duelo se centra más en el Yo psicológico (identificaciones y la función imaginativa y pensante). En este periodo se entra en la fase de desesperación, surgida ante la percepción más total de lo perdido y de lo adquirido, ante el vacío dejado por las pérdidas objetales y de partes del yo. Es más frecuente el desarrollo de la ambivalencia con intentos de integración, asunción progresiva de la culpa y ante la negación maniaca de lo perdido puberal, se desarrolla el sentimiento de pena (Gutiérrez López, 2002

La búsqueda de la propia identidad, del sí mismo, es una tarea propia de la adolescencia.

La adolescencia tardía: abarca de los 18 a los 25 años. Esta etapa coincide con la tercera etapa del duelo: el desplazamiento hacia nuevos objetos diferentes a los de la infancia. Hay una elección más libre de las relaciones con los objetos externos y supone el logro de una identidad básica que capacita al sujeto para estar solo, imprescindible para el logro de la identidad (Gutiérrez López, 2002).

Duelos por los que atraviesa el adolescente

ü El primer duelo por el que atraviesa el adolescente se da en la pubertad o en la etapa inicial, éste se refiere a la pérdida del cuerpo de niño. Todo cambio que se produce en nivel corporal implica necesariamente una elaboración a nivel psíquico, hay que tener en cuenta que el cuerpo junto con otros aspectos de la persona forma parte de la identidad.

ü Otro duelo por el que atraviesan es el de los padres de la infancia, la relación y las interacciones con ellos cambian considerablemente. Ya no se produce la interacción complementaria típica de la niñez, la cual va girando hacia la concordancia. Esto es debido a que el hijo va adquiriendo distintas actitudes y conocimientos que lo llevan a asumir responsabilidades sin que necesite ser sistemáticamente complementado por los padres.

ü En la adolescencia final se atraviesa por el duelo de la identidad y el rol infantil. Deberá diferenciarse de los demás y a la vez buscar la aceptación de los mismos. Debe producirse un pasaje de la identidad reconocida a una identidad asumida. El adolescente se consolida, conoce ya sus posibilidades y sus limitaciones, y generalmente surge una conciencia de responsabilidad. Desde una visión constructiva del self, la tarea propia del desarrollo en la adolescencia es la elaboración de un guión personal. (Fernández –Alvarez, 1992)Se desarrollan también procesos de autonomía e independencia. La búsqueda de la propia identidad, del sí mismo, es una tarea propia de la adolescencia.

La pregunta que quizás caracteriza a esta etapa de la vida es : ¿Quién soy?. En el intento por responder esta pregunta el adolescente suele comenzar con el proceso de identificación. La identificación se inicia con el moldeamiento del yo por parte de otras personas, pero la información de la identidad implica ser uno mismo, en tanto el adolescente sintetiza más temprano las identificaciones dentro de una nueva estructura psicológica”. Tienen que construir su autoconcepto y una identidad nuevos, que incluyan como se ven a si mismos y como les ves los demás.

Desarrollo social en la adolescencia. En todas las edades, el medio social tiene una influencia notable, pero en la adolescencia ocupa un lugar preponderante. El desarrollo social del adolescente e empieza a manifestarse desde temprana edad, cuando en su infancia (podemos decir a partir de los 10 años). A medida que se va desarrollando empieza a ver otras inquietudes a la hora de elegir a un amigo es electivo tienen que tener las mismas inquietudes, ideales y a veces hasta condiciones económicas; el grupo es heterogéneo compuesto de ambos sexos ya no es como anteriormente en la niñez que en su mayoría eran homogéneas. La comprensión la buscan fuera, en los compañeros, en los amigos, hasta encontrar el que va a convertirse en su confidente, en ocasiones el adulto o los padres no llenan esos requisitos. La necesidad del contacto psicosocial presenta características peculiares en la Adolescencia, que se puede resumir en:

Creciente contacto con la sociedad El joven pasa gran parte de la jornada fuera de la propia familia; en la escuela y en el ambiente de trabajo tiene la posibilidad de establecer interacciones sociales con sus pares y con los demás cada vez más extensas y duraderas.

Las funciones del at se irán delineando a partir del caso y de las características singulares del adolescente.

Creciente adhesión a las ideologías corrientes La adquisición de poderes mentales más vastos, el acceso al pensamiento formal y a todas las operaciones que comporta, además de facilitar la compresión del ambiente, suscita en el adolescente el deseo de elaborar teorías, de participar activamente en las ideas de los hombres con que vive y las corrientes de pensamiento cultural de los contextos sociales en que está inserto.

Creciente comportamiento de los demás Dependiendo siempre de la maduración intelectual, y también emocional y social el adolescente se hace más idóneo para ponerse en sintonía con los demás, para dialogar con sus pares y con los adultos, para descubrir el significado de sus actividades, para colaborar en el plano de las ideas.

Creciente emancipación de la familia A medida que las experiencias sociales del adolescente se extienden y se amplían los contactos con las personas, se separa emocionalmente de su propia familia, parcialmente de los padres. Los cambios condicionados por la pubertad tienen una incidencia fundamental en el proceso de emancipación de la familia por parte del adolescente.

ACOMPAÑAMIENTO TERAPÉUTICO – ADOLESCENTES.

Se puede incluir un at en una estrategia de tratamiento para un adolescente que presente trastornos del desarrollo, retraso mental, autismo o alguna discapacidad mental. Asimismo, en casos de anorexia o bulimia como así también en adicciones. Entre las funciones que puede desempeñar el at son:

Facilitar la expresión del adolescente a partir de que el mismo pueda compartir sentimientos, sus intereses, sus preocupaciones y temores, constituyéndose así el espacio del AT, como un espacio posible de elaboración de aquellos aspectos.

Amenizar el sufrimiento y re significar la experiencia. Asimismo, puede ayudar a promover nuevas modalidades de vinculación con los pares como así también con su familia. El at deberá sostener su tarea en la creatividad y espontaneidad propias del adolescente, para poder acompañarlos en sus subjetividades. El aspecto lúdico constituye un aspecto importante en los AT con adolescentes, ya que posibilita la vinculación entre at y acompañado, como así también brinda la posibilidad de expresar de manera simbólica las emociones, preocupaciones, temores, ansiedades.

ALGUNAS CARACTERÍSTICAS QUE DEBE TENER EL ACOMPAÑANTE TERAPÉUTICO PARA ESTAR CON ADOLESCENTES.

Un Acompañante Terapéutico, Sergio D. Suárez Sardón sostiene ciertas características:

ü Sigue lineamientos psicológicos, pedagógicos y terapéuticos de reuniones del departamento o equipo técnico.

ü Tendrá que ser objetivo al decidir

ü Saber crear límites en la intervención.

ü La relación debe ser de ayuda.

ü No deberá crear predilecciones.

ü Se basará en una relación, teórica, práctica, y de experiencia.

ü La información la deberá manejar con ética en reuniones técnicas.

ü Deberá ser coherente entre pensar, sentir, y actuar.

ü Deberá ser consciente de sus logros y dificultades.

ü Tendrá que ser modelo de cambio, ya que todo lo que se ve se aprende más rápido que lo que se oye.

CASO “S” Internada en una clínica de la Ciudad de Buenos Aires.15 años,1, 57m. 39 kg. Dos días en terapia intensiva por una descompensación cardiaca, ya que había dejado de ingerir alimentos casi por completo. Al momento de pasarla a una sala común, donde le fue colocada una sonda, la psicóloga y la nutricionista, recomendaron que realice sus comidas en presencia de una acompañante terapéutica, nunca frente a sus padres, con quienes tenía grandes discusiones. Familia de «S»: padres y dos hermanos, clase media alta. Empleada doméstica, quien advirtió sobre la posibilidad de un problema en la alimentación de «S». Medicada con un antipsicótico, para «tranquilizarla» según palabras de la madre, además tomaba distintos suplementos dietarios y vitamínicos. Equipo de tratamiento conformado por una psicóloga, una nutricionista, un psiquiatra y dos acompañantes terapéuticas, quienes realizan turnos para compartir todas las comidas del día. En principio las A.T. acompañaban en las comidas en la sala común de la clínica, debiéndose retirar las visitas. Quedaban solas «S» y la A.T., por recomendación de la nutricionista y la psicóloga. En ese momento la paciente cambiaba su humor por completo: pasaba de un estado relativamente calmo, a enfurecerse, llorar y gritar. Se negaba a comer lo que ofrecían en la clínica, diciendo que la querían engordar, que todos querían convertirla en una «cerda». Por ese motivo la A.T. debía estar atenta a que no arrojara la comida al piso ni que la escondiese, ya que cualquier descuido era propicio para ello. En medio de toda esta situación, debía intentar un diálogo, persuadirla para que comiera, por lo menos, una cuarta parte de lo que se encontraba en el plato. Tardaba mucho tiempo en terminar de comer los tres platos, enseguida alegaba un dolor de panza, debía descansar un buen momento y volver sobre el siguiente. Esta rutina se repetía en cada una de las comidas del día. Después de comer, se sentaba en una silla para hacer la digestión durante una hora y, estando allí, realizaba un movimiento continuo chocando sus piernas flexionadas, como si hiciese algún tipo de ejercicio físico. La tarea de las acompañantes terapéuticas era evitar, también, que realizara cualquier tipo de movimiento voluntario, con el fin de quemar las calorías que había ingerido. Cuando comenzaba a mover sistemáticamente las piernas, le preguntaba si se sentía bien, si sentía frío y por qué movía sus piernas de esa forma. De esta manera interrumpía el ejercicio por un rato. El acompañamiento en la clínica se extendió por 15 días. Durante ese transcurso «S», fue aceptando poco a poco la presencia de las A.T., y fue comiendo cada vez un poco más. En más de una ocasión dijo a la A.T. que la «vigilaba», entonces se hizo necesario hablar con ella sobre su rol, le explica que no estaba ahí para vigilarla, sino para acompañarla en sus comidas. La nutricionista decía que «S», «cueste lo que cueste, debía terminar todos los platos». Esto la enfurecía, por lo que se trataba de apaciguar un poco esta situación «negociando» la cantidad de comida que debía ingerir de cada plato. Esta «negociación» fue planeada por su psicóloga, quien prefería que no terminara su plato a cambio de que fuera cediendo en otros aspectos: su intención era que la paciente tomara conciencia de la situación que estaba atravesando. Para ello pedía que sus acompañantes terapéuticas hablen acerca de la muerte y de lo que le pudo haber pasado si no hubiera salido de terapia intensiva. Pero «S» era muy reticente a hablar de esos temas, decía que no le importaba nada, y que si se moría «mala suerte». Evidentemente la muerte no era un punto de inflexión, no le interesaba hablar de ello y se mostraba indiferente. También sugirió hablar de la «felicidad». Como vemos, las intervenciones propuestas apuntaban a un fortalecimiento del yo. Un nuevo problema surgió cuando «S» se enteró que sería dada de alta en la clínica. Su psicóloga le avisó que el acompañamiento terapéutico debía continuar en su casa, como una internación domiciliaria. Ella lloraba diciendo que no quería, que quería volver al colegio. Finalmente, aceptó. Sólo podía permanecer en la planta alta de la casa, pero le habían permitido ir, una vez al día, a la planta baja. Estas restricciones se tenían que cumplir al pie de la letra, ya que aprovechaba cualquier situación para ponerse en movimiento. Era necesario, también, controlar el tiempo que tardaba en el baño, ya que era el único momento en que se encontraba sola, y aprovechaba esa ocasión para saltar o hacer abdominales. Entre comida y comida miraba televisión. En ocasiones hablaba del colegio y de las materias que estaba cursando hasta el momento de la internación. Apareció la idea de volver pronto al colegio. Entonces, abandonó el hábito de mirar televisión y comenzó a estudiar para recuperar las materias que había perdido.

Se le hablaba de comidas que pudieran llegar a gustarle, pero para todo tenía un gesto de rechazo. «S» evitaba hablar de ello. A la hora de comer se quejaba de su entorno: repetía que no quería ser una «gorda cerda» y que todos estaban en su contra. En medio de todo el llanto la A.T. trataba de preguntarle qué era ser una «gorda cerda» y qué pensaba sobre lo que pretendían los demás. Cuando se calmaba trataba de comer, pero lo hacía con suma dificultad, siempre diciendo que se sentía «llena». Ensayaba todo tipo de trampas con la comida: escondía pedazos de carne debajo de la servilleta, dejaba chorrear la sopa sobre la bandeja, esparcía el yogur sobre la tapa, disimulaba la cantidad de comida esparciéndola contra los bordes del plato, entre muchas otras artimañas. Tanto sus padres como la nutricionista pedían que se la amenazase con una posible internación en Aluba si no comía lo que debía. Cuando se le comunicó esto a la paciente respondió, como siempre, con indiferencia. Después de algunos intentos comenzó a hablar, dijo que se veía muy gorda, que toda la ropa le quedaba fea, que si seguía engordando no iba a querer salir más a la calle. Dijo que todos querían que ella fuese una «cerda». Pudo llegar a una conclusión con la A.T.: que ambas no percibían lo mismo con respecto a la imagen corporal, pero de ninguna manera se impone desde un lugar de correcta percepción de la realidad. Dijo que no entendía por qué todos la veían muy flaca si ella se sentía muy gorda. Pedía que se le explicase qué le estaba ocurriendo. Se le dijo que era muy importante que se haya podido formular una pregunta, que haya tenido un interrogante, pero que era necesario que lo hablara con su psicóloga, que quizás con ella pudieran encontrar alguna respuesta. A medida que fue subiendo de peso pudo volver al colegio pero un a solo turno. Primero empezó a concurrir por la mañana, por lo tanto, llegaba a su casa a la hora del almuerzo. La reincorporación al colegio le permitió a «S» encontrarse con algunas amigas, a quienes había rechazado durante todo el momento de la internación, tanto dentro del sanatorio como en su casa. El acompañamiento terapéutico implica no sólo vivir la cotidianidad del paciente, sino también la de su familia. Cuando estaban solas podían dialogar con mayor tranquilidad y la hora de la comida, si bien siempre fue conflictiva, era más sencilla sin la intervención de sus padres. Por ello fue necesaria la intervención de acompañantes terapéuticas, a fin de ofrecerle un espacio distinto, no persecutorio, donde pudiese desplegar sus palabras, sin la intervención del significante «comida». De todas maneras, a medida que fue evolucionando el tratamiento, los padres debieron ser quienes acompañaran a su hija a la hora de comer. Comenzaron con el desayuno y luego con la cena, de manera que las A.T., sobre el final, concurrían sólo durante la tarde. Cuando llegó al peso esperado, retomó el colegio por completo. De modo que el trabajo de las acompañantes terapéuticas fue espaciándose cada vez más, y sólo concurrían cuando los padres lo creían necesario. Así, el acompañamiento terapéutico fue llegando a su fin, aunque el tratamiento psicológico y nutricional siguió su curso. (Extraído del relato completo de la Lic. Carla Battista)

ACOMPAÑAMIENTO TERAPÉUTICO EN NIÑOS

El trabajo del AT se puede realizar con niños que presentan diferentes psicopatologías infanto juveniles tales como las del espectro autista. Asimismo, con niños que no presentan un diagnóstico de patología, pero en los que se observan dificultades tales como: relaciones con los pares, impulsividad, hiperactividad, angustia de separación, entre otros. La demanda del AT en niños es cada vez mayor y más amplia, constituyéndose el at como un recurso terapéutico singular en el abordaje de niños. Se puede mencionar las siguientes: acompañamiento terapéutico al vínculo temprano y acompañamiento escolar.

Acompañamiento terapéutico al vínculo temprano Es un área que poco a poco va teniendo mayor demanda. El at se realiza desde la concepción hasta el primer año de vida del recién nacido. Se acompaña a la mujer, que tiene alguna patología mental o se encuentra atravesando una situación de crisis particular y está embarazada. Acompañándolas a ellas en las características psíquicas y físicas particulares del embarazo, posibilitando un vínculo saludable con su bebé. La intervención del Acompañante Terapéutico se desempeña facilitando tareas de contención, escucha, fortaleciendo lazos y vínculos, actuando como agente catalizador de las relaciones etc. “De esta manera el A.T, observa y opera terapéuticamente con la paciente desde su diario vivir e informa al equipo detalles que sin duda resultan de vital importancia en el logro de los objetivos propuestos y del mismo modo en la recuperación de la paciente”.

Acompañamiento terapéutico en niños: acompañamiento escolar. En la siguiente cita observamos la importancia de los vínculos afectivos en los niños, a partir del cual radica la eficacia del AT con ellos.

Los vínculos afectivos: reconocimiento del acompañamiento terapéutico Los niños argumentan que una manera de demostrarles empatía es cuando se manifiesta interés por su estado de salud. Para ellos, los profesionales de enfermería lo consiguen con las visitas que les realizan diariamente, para saber cómo se encuentran: Suele ser por las mañanas que me preguntan qué tal estoy, que si estoy bien, cómo me siento, siempre preguntas. A veces están más simpáticas y me gusta (E22, 64). Esta breve interacción se convierte en un factor determinante de la percepción que tienen los niños sobre las actitudes que asume enfermería en la atención. El que se indague, de manera constante, por cómo están, lo interpretan como una muestra de acompañamiento. Los niños valoran, de un modo especial, a aquellos profesionales que promueven esa cercanía: Si, hay una enfermera que nada más entra en el turno viene aquí para preguntarme, no sé, se preocupa muchísimo por mí, eso me gusta, me gusta que venga para que me pregunte a ver cómo estoy (E19, 30). Un punto fundamental en la percepción de los niños es el grado de sintonía que sienten en la interacción. Ellos van, paulatinamente, evaluando el trato recibido: saludo, preguntas, apoyo y confort brindado. Además, las demostraciones de afecto para los niños están relacionadas con las expresiones corporales y el lenguaje no verbal que emplea el personal de enfermería durante las intervenciones terapéuticas. Para ellos, son manifestaciones que le hacen sentirse reconocido y apreciado: Es que estoy siempre igual, estoy súper bien, cada vez que vienen las enfermeras me animo mucho más porque me miman mucho, siempre es igual (E10, 35). Los menores, cuando consideran que los adultos son cercanos, crean vínculos afectivos con facilidad. Para los niños, una forma en que expresa cercanía y afecto es cuando le hacen saber que se sintieron bien con su presencia en el hospital: Bueno, quieren que me quede. Me dicen quédate con nosotros. Les da pena cuando les digo que a lo mejor me voy. No quieren que me vaya (E5, 57). Con este tipo de frases, el profesional de enfermería le hace saber al niño que existe una vinculación de amistad. La expresión quédate con nosotros se utiliza para trasmitirle al niño un sentimiento de filiación, de cariño y pertenencia hacia el lugar donde se le está cuidando. Del mismo modo, los niños saben que serán recompensados con la empatía y el cariño de los profesionales de enfermería cuando su comportamiento ha sido bueno en las diferentes intervenciones. Cuando me hicieron la prueba, que me porte bien me decían, que lo hice muy bien. Porque siempre es igual, cuando me dicen lo vas a hacer bien, luego me animaban mucho (E17, 34). En este sentido, si los profesionales de enfermería perciben que el niño asimiló las recomendaciones y su comportamiento fue el esperado, utilizan expresiones de aliento, acompañadas a veces de manifestaciones cariñosas tales como un beso o una caricia. Todos estos gestos claramente incentivan el ánimo del menor, mostrándose complacidos y receptivos ante la interacción. La demanda de acompañamientos terapéuticos en el ámbito escolar ha aumentado en los últimos años, diferenciándose en su función de otros roles en el espacio educativo, como pueden ser de maestros integradores, de apoyo, maestros especiales, etc. El AT escolar se constituye entonces con sus propias particularidades y características. En ocasiones se puede incluir un at en el ámbito escolar en una estrategia de tratamiento con múltiples funciones. Una de ellas es se relaciona con la posibilidad del at de acompañar al niño o adolescente en su ámbito escolar, en días y horarios pautados por el terapeuta o equipo tratante, sosteniéndolo emocional y afectivamente para que pueda funcionar en las relaciones interpersonales, como así también en ocasiones favorecer el control de los impulsos, la tolerancia a la frustración entre otros. Dichas funciones dependerán de cada caso en particular.

El siguiente fragmento del artículo “El AT en la escuela “ nos permite observar una de las funciones del at en el ámbito escolar. En todos los casos la primera tarea del a.t. es el desarrollo de un vínculo de reconocimiento mutuo y cierta confianza con el niño. En pocas situaciones se observa con tanta claridad la función intermediaria del a.t. como en el acompañamiento escolar.

Para ejemplificar caso de Lucía, una niña de 9 años de edad que había desarrollado síntomas fóbicos con una intensa angustia ante la situación de separarse de su madre. La niña no toleraba estar lejos de ella ni siquiera durante unos minutos, aferrándose literalmente al cuerpo de su madre. Esta situación había tornado imposible la asistencia de la niña a clase ya que el desborde de angustia devenía en escenas de llanto incontenible ante cada intento de la niña permaneciera en la escuela. Habiéndose agotado las inasistencias previstas en el reglamento escolar se corría el riesgo de que la niña perdiera el año educativo. La psicoanalista convoca a una a.t. con la finalidad de intentar una contención in situ que haga posible la asistencia a clase de Lucía. Desgarradoras escenas de llanto desesperado, súplicas y promesas se sucedían ante cada intento de llevar a Lucía a clase. La angustia materna completaba la escena y hacía que cada vez que la niña lograba hacer un movimiento hacia la separación, este era frenado, desalentado, de manera sutil e inconsciente. La captura de las figuras significativas en la trama sintomática requiere de la intervención de un tercero que pueda analizar, interpretar, contener y acompañar concretamente en la separación de la madre y la inclusión en el grupo social Compañeros-Escuela. En la mayor parte de los casos que llegan a psicoterapia, esa función es cumplida por el psicoterapeuta de niños que habilita un espacio para que el niño pueda desplegar su conflictiva, sus miedos, sus deseos. No obstante, hay casos en los que, ya sea por la gravedad de los síntomas o por los daños asociados a los mismos (en este caso la pérdida del año escolar) se hace necesario que alguien cumpla con esa función en el aquí y ahora concreto de la escuela. Para ayudar a Lucía se incorporó al equipo a una a.t. quien intentaría contener y acompañar a la niña y posibilitar el desprendimiento de la mano materna. Así ambas (niña y madre) podrían experimentar el reencuentro al final del día escolar. La a.t. hace de objeto transicional, tranquilizador, contenedor, para la niña. Participa de todos los sistemas involucrados pero no pertenece totalmente a ninguno de ellos (familia, escuela) excepto al sistema equipo terapéutico, pero este de por si ya cumple una función tercera respecto de los otros. Esa ubicación le permite adecuarse y moldearse a las ansiedades y deseos de la niña, sosteniéndola en ese pasaje necesario para luego soltarla gradualmente. Posibilita una experiencia que de otra manera no tendría lugar. Posibilita sin protagonizar. Acompaña hasta el borde del escenario. En el caso de Lucía se trabajó con una a.t. que concurría diariamente a la escuela antes del horario de ingreso. Recibía a la niña en la puerta de la escuela. En un primer momento las escenas eran dramáticas: madre e hija aferradas llorando en el taxi que las traía. La a.t. no forzaba la situación pero insistía y contenía a la niña. Llamativamente la angustia de la niña disminuía cuando el taxi, con la madre en su interior, se perdía de vista. Durante las primeras semanas la a.t. acompañaba a la niña dentro del aula. Al principio sentándose a su lado, luego más lejos. Al cabo de unas semanas ya no entraba al aula sino que la esperaba en el patio. La niña de tanto en tanto salía a decirle algo o se asomaba a la ventana a verificar que aún estuviera allí. Fueron muy pocas las situaciones en las que fue necesario llamar a la madre a la escuela.

Intervenciones importantes en el trabajo con niños: el juego y el dibujo.

Durante el último mes de acompañamiento se acordó que la a.t. recibiría a la niña en la puerta, la acompañaría al aula y luego saldría del establecimiento para pasar la mañana en un bar aledaño y con el teléfono celular encendido, en una especie de guardia pasiva. Si lucía lo necesitaba, llamaba y la a.t. se presentaba en la escuela. Este esquema le permitió a la niña no perder el año escolar y enfrentar las situaciones que desencadenaban el acceso de angustia pudiendo transcurrir la misma más allá del momento que anteriormente no podía trascender. Ni la madre ni los docentes podían realizar esa tarea y no por falta de tiempo o voluntad, sino por el lugar que ocupaban en la conflictiva de la niña. Al año siguiente la niña concurrió normalmente a la escuela.

En el presente apartado se plantearan algunos aspectos generales de dos intervenciones importantes en el trabajo con niños: el juego y el dibujo. Se presentan como instrumentos posibles en la construcción del vínculo del at con el niño, como así también como intervenciones terapéuticas.

El juego. Una de las tareas propias de la infancia es el juego, asimismo en la adolescencia también está presente la actividad lúdica. Nos preguntamos entonces, ¿Qué es el juego? ¿Cuál es su función?, ¿Por qué puede ser una intervención en el campo de lo terapéutico?. Plantearemos sólo algunos aspectos del mismo para vislumbrar su importancia en la tarea de acompañar a niños y adolescentes. En relación a la definición de “juego”, podemos encontrar varias según la corriente teórica en la que se sustente. Ahora, tomaremos algunas definiciones más generales que nos permitan tener una mirada amplia al respecto. ”El juego es una conducta innata, con funciones evolutivas de adaptación y supervivencia. Tiene propiedades terapéuticas que favorecen cambios cognitivos y conductuales. Así el juego no es solamente un medio para aplicar otros procedimientos terapéuticos, sino que es terapéutico en si mismo”… (G.Aguilar y Espada del valle 2002) Desde diferentes corrientes teóricas y terapéuticas se sostiene que el juego constituye un medio por el cual se puede construir un vínculo terapéutico. Un camino posible en la tarea de encontrar- encontrase con el otro. Es con los niños, que de manera especial, se utilizan las actividades de juego para comunicarse y se concibe el ambiente terapéutico como un lugar seguro. Según cada enfoque terapéutico es que se diferencia la teoría que sustenta su interpretación, el tipo de actividades promovidas, así como el establecimiento de metas terapéuticas, estrategias para lograrlas y el posicionamiento por parte del terapeuta.

Según G.Aguilar y Espada del valle (2002) el juego se clasifica en:

a) El juego estructurado: Se caracteriza por sus reglas, normas, instrucciones y excepciones preestablecidas con claridad. Puede incluir juegos de mesa diseñados con fines terapéuticos (orientados al desarrollo de las habilidades sociales, el control de la ira, etc.). También se pueden incluir juegos de mesa no diseñados con fines terapéuticos, como ajedrez, damas, domino, naipes. Estos pueden utilizarse terapéuticamente con propósitos muy diversos. Pueden servir para iniciar una actividad cualquiera con un niño poco verbal, resistente o desmotivado. Puede ser un distractor o una actividad reforzante, placentera, que permita al niño bajar las defensas. En el contexto de un juego resulta más fácil hablar de cualquier cosa. El juego llega a ser solo una excusa, una actividad mientras se analizan los problemas y sus posibles soluciones. Dependiendo del contexto, pueden utilizarse deportes como el futbol, que exige ciertas reglas e instrucciones a seguir, de esfuerzo, constancia, estrategia. También puede servir para modelar en el niño conductas de cooperación, tolerancia a la frustración, etc.

Mas utilizado es el juego no estructurado y directivo. La creatividad en el acompañante terapéutico es fundamental tanto en el trabajo con niños y adolescentes.

b) El juego no estructurado: Se incluye en esta categoría, en primer lugar, el juego no estructurado y no directivo. Requiere un ambiente con muchos juguetes, de manera que el niño pueda escoger tanto el tipo de juguete como el juego que desea realizar. Proporciona las condiciones para que se presenten las conductas de mayor probabilidad en el repertorio del niño. En el ámbito de un consultorio psicológico, una vez que el niño manifiesta temas de conflicto, el terapeuta puede reorientar el juego en una dirección terapéutica. Puede tomar el muñeco que representa a la figura materna y proporcionarle una explicación, confrontación o elementos racionales que permitan una restructuración cognitiva, o introducir un personaje adicional, de fantasía, y de ayuda terapéutica como un mago, un amigo, o un héroe que le ayude a entender los hechos, relaciones o aspectos de su pensamiento y desarrollar actividades sociales o de afrontamiento. El acompañante terapéutico al trabajar en la cotidianidad del paciente debe conocer la realidad propia del paciente, es decir, deberá contemplar sus intereses, actividades, deseos, es decir, deberá prestar especial atención a la subjetividad del paciente para que sea ésta la que se despliegue en el espacio del acompañamiento terapéutico. De modo particular en los niños el at habrá de alternar cuidadosamente entre mayor o menor estructura y directividad de acuerdo a la disposición del niño y al momento particular que atraviesa el vínculo. Tomaremos los aportes de Donald Winnicott, para vislumbrar algunos aspectos del juego en los niños.

Actividad creadora y búsqueda de la persona. Un rasgo importante del juego es que en él y quizá solo en él , el niño o el adulto están en libertad de ser creadores(…).Pueden usar toda la personalidad y el individuo descubre su persona solo cuando se muestra creador.(…). Al juego y a la experiencia cultural se le puede asignar una ubicación si se emplea el concepto de espacio potencial entre la madre y el bebé. Hace falta un estudio de la creatividad como característica de la vida y del vivir en su totalidad. Para desarrollar lo que quiero decir necesitaré la siguiente secuencia:

a) relajamiento en condiciones de confianza basada en la experiencia;

b) actividad creadora, física y mental, manifestada en el juego;

c) suma de estas experiencias para formar la base de un sentimiento de la persona. En estas condiciones tan especializadas, el individuo puede integrarse y actuar como una unidad, no en defensa contra la ansiedad, sino como expresión del YO –SOY, estoy vivo, soy yo mismo. A partir de esta posición todo es creador. Experimentamos la vida en la zona intermedia entre la realidad interna del individuo y la realidad compartida del mundo, que es exterior a los individuos

El dibujo en los niños. En el presente apartado, se plantearán algunas funciones del dibujo en los niños. En la literatura al respecto, encontramos a diferentes autores señalando acerca del lugar especial que ocupa el dibujo en el desarrollo infantil. Tomaremos los aportes realizados por la profesora Silvina Cohen “El comportamiento gráfico presenta múltiples funciones en el desarrollo de un niño, ya que brinda la posibilidad de dominar el movimiento, permite la comunicación interpersonal, expresa el mundo interno del sujeto y hasta tiene una función de elaboración de conflictos”.

Imach en relación a las funciones que se posibilitan al niño a partir del dibujo en los primeros años de su vida. Cohen Imach, profundiza sobre dichas funciones del dibujo, planteando que:

1. Domina el movimiento: el dibujo constituye una actividad motora espontánea, que gradualmente se vuelve más coordinada y compleja, que contribuye a la formación de la personalidad; tal como en el juego, el niño dibujando y garabateando, siente el placer del movimiento. Dominar el movimiento supone un determinado nivel de maduración psicomotriz, intelectual y afectiva. Muchas conexiones cerebrales permanecerán estables en el sujeto precisamente a continuación de las primeras experiencias de movimiento y de control del trazado gráfico. Tanto en el garabato como en el dibujo, el niño desarrolla aspectos fundamentales para su evolución, tales como cimentar las bases esenciales para la lectura y la escritura, la confianza en sí mismo, la experiencia de la motivación interior y la creatividad.

2. Permite la comunicación interpersonal: es una forma de comunicación interpersonal (tanto consciente como inconsciente) y por lo tanto constituye un lenguaje denominado desde el psicoanálisis como «latente», «silencioso», no verbal. 3. Expresa el mundo interno del sujeto: supone un medio para expresar las fantasías y la creatividad. El dibujo constituye un complejo proceso a través del cual el niño reúne elementos diversos de su experiencia en una unidad distinta y con un nuevo significado. Sophie Morgestern (1948) afirma que el niño se permite ser él mismo y representar, algunas veces, situaciones complicadas utilizando símbolos más o menos trasparentes.

4. Tiene una función de elaboración de conflictos: el dibujo le permitirá al niño expresar su realidad de una manera concreta pero, al mismo tiempo, mediatizada, deformada, cumpliendo con una función de descarga, de sublimación, como así también de elaboración de distintas situaciones, sentimientos o temores del sujeto. Diferentes autores señalan la importancia del desarrollo del grafismo en los niños a partir del desarrollo de la motricidad fina que se presenta entre el primer y cuarto año de vida. Es a partir de dicho desarrollo que se posibilitan otras tareas y habilidades que requieren mayor complejidad como lo es el dibujo.

esfuerzo en el niño por acercarse e imitar la realidad y es considerado como un intermediario entre el juego y la imagen mental, que se manifiesta alrededor de los 2 años.

El desarrollo del dibujo

Se presenta el siguiente cuadro realizado por Silvina Cohen Imach (Universidad Nacional de Tucumán, Facultad de Psicología – Ficha de Cátedra – Año 2012)

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